El bosque encantado…

El hecho, sin embargo, es que la libertad en sí nada vale; valen dos cosas relacionadas con ella. La primera es el fin al que apunta, que es la acción útil del espíritu constructivo. La segunda es la conquista de la libertad.
Fernando Pessoa.

Ayer volví al bosque encantado. Así lo llaman esos pequeños seres que juegan y viven en mi hogar. En aquel mágico lugar el verde y el agua se desplazan a su antojo por entre las piedras y la tierra. El verde siempre está presente, aunque estemos en lo más alto del tórrido verano o en lo más profundo del gélido invierno. El agua sólo cuando la hay, porque la última vez que pisé los canchos de su río había desaparecido. El panorama era desolador. Alguien se la había llevado. Y todos apuntaban a una triste señora que se hacía llamar Sequía. ¿Hay algo más triste que un cauce sin vida? Hacía más de treinta años, me contó un lugareño que pasaba por allí – supongo que mi cara de sorpresa me delató y dio paso a la conversación que mantuvimos -, que ese fenómeno no ocurría. Me dijo también que su carencia había dado lugar a peleas, disputas y querellas entre vecinos, familiares o amigos por su uso. O mal uso, añado yo. Que se habían tenido que reunir para repartirse las escasas horas de riego y que, aún así, aparecían mangueras rotas, cortadas a navaja o desviadas intencionadamente a otros lares. Que incluso había noches que tenían que dormir en la finca para vigilar que nadie robara con alevosía y nocturnidad el líquido elemento. Y es que cuando alguien tiene necesidad imperiosa de regar huertas – aplíquese aquí el ejemplo de la vida que cada uno tenga por conveniente - so pena de perder los dineros que proporcionan alegremente los frutales, entonces deja de ser él mismo y es capaz de cualquier cosa.

Pero ayer el agua había regresado. Con fuerza. Con mucha fuerza. Y mi bosque volvía a ser libre, sin humanas ataduras que lo acomplejaran o legales complejos que lo desnudaran.

Ya verán ustedes como este verano, si Doña Sequía persiste en su terca actitud, volverán las oscuras golondrinas del balcón sus nidos a colgar… Al tiempo. De momento quédense con estas estampas que dan fe de lo que digo. Los niños que vinieron conmigo también pueden dar fe pero es mejor no preguntarles. En estas fechas tienen la cabeza repleta de fantasías, turrones, regalos y demás zarandajas y a lo peor no se acuerdan.

Feliz entrada de año a todos los que lean y vean esto. Y a los que no, también.








Vengo poco…




Cuidaos del rencor de los escritores sin lectores.
Miguel de Unamuno sobre Azaña.

Últimamente vengo poco a esta casa virtual. Lo sé. Sin embargo, lo que no sé con certeza absoluta son los porqués. Tampoco sé con certeza casi nada, pero eso no viene a cuento ahora.

La máxima de Juvenal “Mens sana in corpore sano” no se cumple en el que suscribe estas letras. Y digo que no se cumple porque en los últimos meses, en los que me he dedicado con alevosía y premeditación a cuidar el cuerpo haciendo ejercicio diario y eliminando algunos productos nocivos de mi dieta, he “abandonado” la escritura. A la vez que mejoraba el físico, perdía peso y volvía a ser yo y no mi padre el que estaba cada mañana enfrente de mí en el espejo, desaparecían los escritos y los sucedidos de mis perspectivas.

En el análisis mental me doy cuenta de que no me cansé de escribir. Me gusta y mucho. Tampoco me aburrí del blog. Me acostumbré a publicar historias en él cada semana y lo siento como algo mío, algo que no puedo dejar. Más o menos.

Puede que el tiempo que dedicara a escribir o a leer, que también leo menos, ahora lo invierta en mover las piernas al ritmo de la música del ipod. Puede que sólo sea una etapa diferente a la anterior. Puede que…

No lo sé. Me apetecía contárselo a aquellos que un día sí y otro también vienen por aquí, a esos a los que no les importa que uno se equivoque un día sí y otro también, a esos que he conocido a través de la ventana rectangular de este artefacto que me sujeta al mundo y que de alguna manera están metidos en mi diario, en mis rutinas, en mis quehaceres.

A todos ellos y aunque suene a tópico quería desearles que pasen una feliz Navidad. Ni más, ni menos.

Estampas de un verano…



Ah, sí, yo sé lo que adorasteis.
Vosotros pensativos en la orilla,
con vuestra mejilla en la mano aún mojada,
mirasteis esas ondas, mientras acaso pensabais en un cuerpo:
Un solo cuerpo dulce de un animal tranquilo.
Tendisteis vuestra mano y aplicasteis su calor
a la tibia tersura de una piel aplacada.
¡Oh suave tigre a vuestros pies dormido!
Vicente Aleixandre.

Tengo esas olas clavadas en mi memoria adolescente, aunque entonces no lo supe describir. Eran leves ondulaciones que mecían y tranquilizaban de alguna manera el joven e inexperto músculo que bombea calor sin descanso. Un lento cabalgar de espuma, de frío, de salada sal… Esas ondas se batían como alas de gaviota y latían como yo cuando sentía…

Recuerdo de forma clara que muy de mañana, cuando el mar desfallecía en su retirada, derrotado, tal vez vencido, para que los que no tenían nada que hacer y los que sí pudieran pisar con firmeza sus lamidos nocturnos, recorría paso a paso y con el tibio sol en lontananza el camino que otros hicieron antes, que yo mismo hice antes, que nosotros fuimos capaces de pintar con el peso de unos cuerpos cuasi desnudos mucho antes. Una nueva huella sustituía a las que se anduvieron, a las que se borraron para no volver, a las que se olvidaron para que cada jornada fuera diferente en el borde mismo de la materia. Y siento que en la lejanía, en la seguridad que proporciona una tierra alejada de la costa, todavía puedo describirlas, recordar cómo partían, cómo venían al encuentro, cómo volvían sin parar, una y otra vez, cómo morían a mis pies, cómo mojaban sin remedio y cómo volvían a marchar sin añoranza ni memoria.

En ocasiones jugué a averiguar su recorrido, imperfecto y acompasado, alocado y metódico - ¿o es melódico? - a la vez. Llegué a intuir que en el compás, su compás, nuestro compás, acariciaban poco a poco la arena, siempre igual, rindiéndose vencidas a la base del viejo continente, aplacando la sed de una tierra que no sabe beber, tal vez desesperadas por no poder romper las líneas rectas que la naturaleza caprichosa intenta quebrar en su último esfuerzo. Siempre el mismo ritmo, la misma cadencia, las mismas pautas…

Hoy, mi memoria, me trajo debajo del brazo los recuerdos de ese ayer. Y me dice que un día esas olas acompañaron mi cuerpo hasta el final, hasta esa línea que separa la tierra del azul. Y que no me cansé de mirar lo que nunca vi, lo que nunca pude demostrar, lo que acaso sólo existió en mi corta visión. Hoy sentí celos de esos días, de ese sol y de ese agua. También de las dunas vigilantes que me hicieron compañía durante el trayecto. A mí y a la soledad del caminante que optó por volver de ese lugar donde los hombres se pierden para siempre. Tal vez sólo para contarlo.

Creo que todo esto pasó cuando la vida en otra edad se me ofrecía de otra manera. Y hoy lo he vuelto a recordar. No sé por qué. Tampoco importa…




NOTA: Las fotografías son de la vuelta, al atardecer. El sol se va por el oeste, sin remedio... Se puede pinchar sobre ellas...

 
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