Lisboa, meu amor.


En otra vida fui portugués. En otra vida nací en Lisboa.

¡Ah, qué mañana es ésta, que me despierta a la estupidez de la vida, y a su gran ternura! Casi lloro, viendo aclararse ante mí, debajo de mí, la vieja calle estrecha, y cuando los cierres de la tienda de la esquina ya se revelan castaño sucio en la luz que se extravía un poco, mi corazón siente un alivio de cuento de hadas verdaderas, y empieza a conocer la seguridad de no sentir.
¡Qué mañana esta amargura! Y ¿qué sombras se apartan? ¿Qué misterio ha habido? Nada: el ruido del primer tranvía como un fósforo que va a iluminar la oscuridad del alma, y los pasos altos de mi primer transeúnte que son la realidad concreta que me dice, con voz de amigo, que no esté así.

Fernando Pessoa. Del libro del desasosiego.

Cogí el Elevador de Santa Justa que me transportó al cielo de Alfonso I Henriques para visitar la Igreja do Carmo, vestida de huesos desde aquel fatídico 1755. Tomo un café en la pequeña plaza de la que arranca el Largo do Carmo, donde un bigotudo y flaco sesentón canta a Dylan, de forma extraña, en un perfecto inglés, guitarra en mano y suave armónica que aprieta su hambre al cuello.
Desde los salones de té del pavilhao chinés, en la Rua de Pedro V, 68, contemplo sus paredes repletas de vitrinas con antigüedades y miniaturas de todo tipo, principalmente motivos de guerras antiguas y nuevas. Millones y millones de soldaditos de plomo en continua batalla con los de las estanterías superiores e inferiores. Desde fuera parece un restaurante chino y su bermeja puerta permanece en ocasiones cerrada para que sólo al más osado que llama le permitan pasar.
Llego hasta A Brasileira, lugar en el que dicen que se sirve el mejor café del mundo. Observo como Luiz de Camoés, el mayor poeta en lengua portuguesa que se atrevió, incluso, a hacer sonetos en castellano, vigila desde lo alto de su promontorio en la plaza a la que da nombre a un sentado y triste Pessoa que mira con recelo y de reojo al viperino Antonio Ribeiro "Chado", el chillón, que recita de manera impensable venenosos poemas desde el siglo XVI. No se miran. No se atreven. Ni siquiera parecen conocerse.
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Compruebo feliz la llegada del eléctrico 28, el pequeño tranvía amarillo que da color a la gris ciudad, en su sinuoso recorrido por el empedrado de la vieja y empinada Lisboa. Calles imposibles. Madera y hierro se funden en uno para llevar juntos a turista y carterista por las cuestas y callejas de la bella ciudad: Chiado, Alfama, Barrio alto, Castelo de San Jorge y Baixa conocen de memoria su traqueteo. La Praza do Comercio parece ser el final de sus correrías bajo la atenta mirada de un Tejo moribundo.
Lisboa es un río, Lisboa es un mar, Lisboa es el agua que mira al pasar... Lisboa es un puente, otro puente y más… Lisboa son palomas desplumadas, palomas cojas, palomas con exceso de confianza hacia los locos humanos, palomas que picotean los restos de pasteis en las mesas de la Casa Brasileira. Lisboa es turista, es cosmopolita, es la Rua Augusta, es el viejo Tejo, es la libertad. Son siete colinas sin la presumida Roma, son siete balcones llenos de emociones, siete miradores para ver con arte como los tejados de la vieja Alfama flotan en el mar, siete santuarios de mirada incrédula, siete maravillas… Lisboa está en cuesta para que sus casas aparezcan superpuestas y el navegante pueda ver por completo, sin perder detalle, su fisonomía al pasar.
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Lisboa espera, sin reconstruirse, sin posibilidad alguna, pacientemente. Lisboa espera siempre que un viejo fado cante y llore sus desventuras delante de un escaparate de moda. Viejas fachadas de presumidos azulejos intermitentemente desgastados, ventanas de madera blanca raídas por el salitre y el viento, suelos dameros blancos y negros, negros y blancos, blancos… Lisboa espera, sin fin, el momento de la llegada del nuevo cataclismo, sin esperanza alguna, sin necesidad de restaurar lo que inevitablemente, un día, volverá a caer.

Los setecientos

Algunos volverán en féretros de madera de cedro, inertes cuerpos tallados en el sagrado sándalo del Líbano que el burocrático e interesado francés separó de la romana Siria. Les ungirán con su volátil aceite y los devolverán uniformados como héroes de una nación sin patria. Setecientos hijos de buenas madres parten a controlar lo que no tiene control con el permiso de los próceres, que no prohombres, de la marchita rosa, la desplumada gaviota y la malvada serpiente.


Y todo ello será contemplado por las fenicias Tiro y Sidón, atacadas sin piedad, una y mil veces, por las incursiones mesopotámicas y cartaginesas. Cae una, se yergue la otra, en sucesiva hegemonía bajo el yugo del joven rey Pigmalión. Nada cambia. La historia repite lo irrepetible.


¡Oh Israel! ¡Oh pueblo elegido por Yavhé para vagar y divagar por los siglos de los siglos! ¡Oh Salomón! ¿Dónde está tu justicia? David, tu hijo más joven, el elegido, yace ahora estrellado después de derrumbar con ira su propio templo.


La vieja Beritus, tantas veces destruida en su envidiosa carrera por igualar a la milenaria Jerusalen, esconde en sus entrañas cientos de inocentes cuerpos aplastados por la implacable sed de los vampiros del sur.


¿En nombre de quién se hace tanto daño? ¿Qué Dios es capaz de soportar tanta ingratitud? ¿Acaso Alá? ¿Tal vez Yavhé? ¿El Dios de los cristianos? ¿Ni uno sólo de los grises mandatarios puede entender que es el mismo? Mahoma y Jesús lloran desde allá las desgracias que infligieron a sus desagradecidos pueblos… Abraham repasa la Torah, sigue buscando un error, un solo error que le otorgue la luz suficiente, la luz que sacará a su pueblo del oscuro túnel del tiempo.

 
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