Verídico…




Suena el teléfono y contesto a la llamada, como hago casi siempre que suena el teléfono y lo oigo…

- ¿Dígame?
- Buenos días. Llamo de "Fonjaus" (Phone house) y quería hablar con Gema Calvo Maduro.
- ¡Casiiii…!
- ¿Cómo dice? No le comprendo…
- Que casi acierta… Es verdad que no tengo mucho pelo. Por mi edad podría considerárseme un hombre maduro. Pero por mi voz habrá adivinado a estas alturas que no soy Gema.

Se echó a reír y se despidió diciéndome: Perdone la equivocación y tenga usted un buen día señor maduro.

Si me llega a decir “tenga usted un buen día señor calvo” me cabreo. Fijo.

Hablando de mí.


Sepan ustedes que el que suscribe, que en este caso soy yo, sabe que viene poco a su casa virtual. ¿El motivo? No lo sé a ciencia cierta. Miro aquí y allá, leo lo que escriben los demás, navego de orilla a orilla… pero ni siquiera cambio por inapetencia la imagen del libro que terminé hace más de un mes y que aparece en el margen superior izquierdo del blog (ahora la cambio).

La culpa, tal vez, la tiene el régimen. No, no se alarmen, no me refiero ni al de Franco ni al de Zapatero. Hace unos meses decidí perder peso y me lancé a caminar por los alrededores de la ciudad que me sufre. Allí encontré nuevos amigos: gordos que ya no lo son, ex-infartados que beben biomanán, cuarentones que pretenden ser cuarentañeros, tíos que van en bicicleta con la lengua en el manillar y un largo etcétera de seres proscritos de la sociedad. Y sí, cuando uno se une al clan pierde peso… pero también parte de su personalidad porque según perdía kilos disminuía mi atención por la escritura y la lectura, sin las que yo ya no sabía vivir.

Y ha de ser cierto lo que digo porque ahora, con las facultades físicas limitadas (no quiero decir con ello que antes estuvieran bien) por una caída infantil… vuelvo a la literatura y me presento ante ustedes sin rubor. Díganme si no si hay algo más infantil que caerse de un patinete. Sí, han oído bien. No he dicho skate, ni snow, ni wave, ni monopatín. Me he caído de un patinete como el de Locomotoro (¡Ñete, cabrón!) a una velocidad de un kilómetro por hora, más o menos. Y aquí me tienen, con el brazo izquierdo fracturado, escayolado desde el hombro hasta los dedos y aporreando con la mano sana el teclado para contarles el sucedido.

Espero que en este tiempo, por lo menos, alguno habrá echado de menos las palabras de esta humilde casa. Si no es así ¡qué se le va a hacer!


Otra vez aquí…

Foto sacada de internet, al azar.

Mientras limpio las telarañas y la cochambre que el descuido trajo a mi casa virtual estos meses de calor, me doy perfecta cuenta de que vuelvo a las rutinas, sin remedio. O casi. Falta un solo compromiso – es importante, lo sé – para dar carpetazo al largo y cálido verano, para abrir de par en par los brazos a la nueva estación y empezar a disfrutar otoñando, debida y tranquilamente, como ha de ser. Esa estación que ayer avisó de su llegada inmediata con agua y frío centra mi estado de ánimo de forma y manera sutil, sin aspavientos, y hace que sienta ardidos deseos de plasmar en un papel lo que pasa en cada momento por la testuz. Sin interrupciones ni algarabía, sin prisas y sin pausas, pero con muchas divagaciones que me hacen creer - ¡falsa ilusión! - que yo sigo siendo yo, a pesar de la edad. Necesito que los días vuelvan a ser iguales, que la luz que perciben mis ojos llegue difuminada, más débil, hasta el pensamiento, recrearme en la tranquilidad de un tarde de lluvia, que las hojas en su caída me recuerden que estoy trabajando detrás de una ventana, que las jornadas de luz sean más cortas,…

Sí, ya lo sé, vuelvo con la misma tontuna en todo lo alto que aquel día que decidí partir… Voy a ver qué ha escrito Turu, que vuelve con fuerza de las vacaciones y es el único que parece cabal…

 
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