Un palabro


La mayoría de las cosas cuando se repiten hasta la saciedad acaban cansando. Por mucho que nos guste una comida si la comemos casi todos lo días la acabamos aborreciendo, excepto el pan nuestro de cada día que a más de uno nos gustaría aborrecer para guardar la línea y no podemos – creo que la mía, la línea digo, la he perdido hace tiempo pero no sé dónde, así que tampoco sé cómo voy a hacer para guardarla, pero ese es otro problema que no viene a cuento hoy -. También hay palabras que aburren, como decía la canción, de tanto usarlas. En ese momento dejan de ser palabras y se convierten en palabros. Un palabro es una palabreja, una palabra extraña o rara, una palabra soez o malsonante. Y también, añado yo, repetitiva hasta la saciedad.


Según la RAE, ciudadanía es la cualidad y derecho de ciudadano y el conjunto de los naturales de un pueblo o nación, pero también es civismo e interés en la comunidad. ¿Acaso hay muchas palabras que describan la cualidad de una persona como ésta? Ya digo yo que no. Si alguien tiene “carta de ciudadanía” tiene todo lo que tiene que tener en un Estado de Derecho para no ser atropellado o ultrajado por los demás, en teoría. ¿No es esta carta de ciudadanía el sueño de los habitantes del tercer mundo cuando viajan al primero, si no se hunde el cayuco antes?


Sin embargo… yo me he cansado de la ciudadanía y sobre todo de su abuso electoral. ¿Qué ha pasado con los oriundos, urbanos, vecinos, residentes, naturales, cívicos, nacionales y pobladores habitantes de un país, región o ciudad? Ahora todos recibimos educación para la ciudadanía, somos la ciudadanía, hacemos fundaciones para la ciudadanía, nos creemos ciudadanía europea, tenemos cartas de ciudadanía e, incluso, hay crisis de ciudadanía. La palabra ciudadanía se ha convertido en el término más utilizado por los políticos, aparte del insulto que sigue en el primer puesto del “ranking” con diferencia, para embaucar a un nacional sobre su verdadera condición. Y aburren. Mucho.


Ya decía Aristóteles, que era macedonio, como la fruta, y no ese griego que hacía barcos y era “muchimillonario” de vocación, que mercaderes e industriales no deben ser admitidos a la ciudadanía, porque su género de vida es abyecto y contrario a la virtud. Y digo yo que se le debieron olvidar los políticos, que casi siempre tienen la culpa de todo, como yo.




El cole





Hoy han derribado mis primeras emociones, mis primeros y uniformados recuerdos, mi primer horario obligatorio, mis primeros tirones de brazo para arrastrarme a ese lugar “horrendo” en el que no se podía levantar uno en toda la mañana, ni aun haciendo creer entre saltos y piernas cruzadas que era necesario partir al vaciado del depósito.


Hoy ha muerto Sor Encarnación, aquella monja chiquitita que me enseñó que la letra “o” no debía ser cuadrada, no era aconsejable, aunque a mí así mejor me resultara su ajuste en ese papel eternamente cuadriculado. Aquella monja que ponía de color rojo la palma de mi mano con una regla si le tiraba del pelo a Andresín, cuando tenía pelo y era Andresín, y que premiaba con bolitas de anís la caligrafía limpia y reluciente en el cuaderno de Rubio o la lectura correcta de “La Cartilla”. Aquella señora que vigilaba para que nos bebiéramos una botella de leche que casi siempre acababa hecha pedazos en el patio de las flores. Aquella dama que volvía a vigilar, una y otra vez, para que no importunáramos a las niñas en el recreo, un recreo separado del nuestro por los tiempos y una pared. Hoy se han evaporado mis primeras y profundas letras entre cascotes, mis primeros números en zigzag entre el polvo, mis primeros mocos de la manga del descolorido “babi”, que llevaron primero mis hermanas, entre los golpes de un gigantesco mazo. Hoy han matado mi infancia.


Sor Encarnación falleció hace más de veinte años, pero hoy la han enterrado otra vez. Hoy han derribado el viejo colegio donde pasé mis primeros años de formación, donde di mis primeros pasos en la lectura, donde jugué a los buenos y a los malos por primera vez, donde hice amigos que a pesar de los años transcurridos todavía conservo, donde...


En su lugar van a construir un edificio grande y reluciente con muchas ventanas. Van a hacer viviendas y locales, como siempre. ¿No podían haber dejado allí una plaza para que la calle respirara mejor? ¿No podían haber puesto, entre flores naranjas, un busto de aquella monjita que enseñó a leer y a escribir a tanta gente de mi ciudad? Digo yo.


Sí, ya lo sé, eso no es rentable, pero me hacía ilusión imaginar que el mundo a veces puede ser de otra manera, aunque nos cueste dinero. Lo peor de todo es que alguno que aprendió a leer y a escribir con ella ahora participará en la construcción del edificio y no se percatará de que en ese trozo aire que llenará de ladrillos, en ese espacio virtual que cementará para siempre, estará ordenando también tabicar su infancia, que también fue la mía. Sin darse cuenta.



Otra vez el niño




No. No me refiero al fenómeno meteorológico, pero podría ser porque algunas veces me produce sequías extremas, grandes inundaciones y violentos huracanes. En buen sentido, eso sí, pero eso es lo que consigue hacerme sentir el condenado preguntón en mi interior, si es que tengo interior.


El otro día me lo encontré interrogando a la mujer que domina mis sentimientos sin darme cuenta. ¿Es éste tu número del móvil? Sí hijo, muy bien, ese es. ¡Qué listo eres!, le decía la madre. Era ese momento uno de esos momentos en los que el que suscribe - que soy yo - está orgulloso de su herencia y habla de “mi hijo” en lugar de “mira la que ha preparado tu hijo”, pero eso no viene a cuento ahora.


Siguió con su interrogatorio particular: ¿Es éste el número del móvil de papá? Por supuesto que sí, ¡qué memoria tienes!, le contestó de nuevo con cariño. Ahí, como ya tenía el sentimiento de paternidad exaltado, confirmé a mis pensamientos que la madre hablaba de memoria, pero quería decir inteligencia, como la mía.


Volvió a decir en alto nueve dígitos, que son como los números pero cuando nos referimos al teléfono o a cualquier cosa moderna, ante el asombro de su progenitora: ¿Es éste el número de teléfono de casa? ¡Requetebién! Le contestó por tercera vez animándole, sabiendo perfectamente que lo único que no le hace falta a ese niño – o a cualquier niño en general - es que lo animen, que luego pasa lo que pasa.


Durante un instante se hizo el silencio. Durante un instante no hubo preguntas. Durante un instante no hizo falta responder. Pero se acabó ese instante y el que respondió fue él: ¡Perfecto! ¡Ya puedo perderme tranquilamente!



El reloj




¡Tengo un reloj en mi coche! Sí, ya sé que casi todos los coches tienen un reloj, pero yo lo tengo desde ayer. Aunque lo compré - por decirlo de alguna manera, porque los coches normalmente se adquieren con agravantes: financiación, plazos, etc -, hace más de cuatro años hasta ayer no me di cuenta que unos números fluorescentes que me miraban desde el cuadro de instrumentos decían la hora o, lo que es lo mismo, conformaban en sintonía lo que básicamente podríamos considerar como un reloj.


Entonces pensé, porque yo me las gasto así y cuando me apetece pienso, ¡qué feliz tiene que ser el individuo que no tiene necesidad de saber en qué hora vive! ¿Hay alguien así? ¿Existe?


No es mi caso, que quede claro. Yo no sabía que el coche tenía reloj porque soy así de inútil. Ni más, ni menos. La hora la tengo que mirar cada dos por tres, que en este caso es una expresión que quiere decir a menudo y no tiene por qué ser seis. La vida moderna nos marca los tiempos a todas horas y esos tiempos, normalmente, hay que mirarlos en un reloj. Sobretodo porque si no lo hacemos llegamos tarde. Y quedamos mal. Y así no se puede ir a ningún lado, por lo menos puntuales.



Algún día...


Canto lento, sólo para mí, vagos cantos
que compongo mientras espero…




Algún día escribiré sobre él…


… Contaré cómo cada mañana de domingo me lo encontraba delante de aquella “olivetti” en su maravilloso ritual, provista la boca del “ducados” asesino, que asomaba ya bajo su elegante y antiguo bigote canoso y enganchado eternamente entre sus distanciados paletos, mientras describía, unas veces para el periódico, el que fuera, otras para él, de forma reflexiva, pero con la mayor celeridad que dan las pulsaciones acostumbradas y amaestradas de dos índices, aquello que en la incómoda e insomne noche había rondado por los alrededores de su cabeza, que casi nunca era poco…


Algún día relataré cómo su perra, aquél cruce entre raza soberana de caza y chucho pordiosero, su público más fiel y leal, su alegre dama de compañía, sentada sobre sus patas traseras y con el hocico apuntando al techo en posición de porcelana cara, esperaba pacientemente el sonido del papel saliendo del carro que indicaba que ya había llegado la hora de partir a la vida, que estaba unos pisos más abajo…


Algún día podré decir a los que vienen detrás de mí, cuando lo entiendan, cuando maduren el fruto, cuando lleguen a la edad de comprender sin sobresaltos que detrás de aquella vieja foto en blanco y negro, que se posa en mi mesilla desde siempre, se escondía la persona de la que viene parte del rojo que corre por sus venas, cómo aprendí lo poco o mucho que sé de la continua y reconfortante observación de sus ademanes, diría a veces quijotescos, y su saber estar en cualquier lugar…


Algún día explicaré mis ahora inexplicables y secretas conexiones con él a través de una quinta dimensión privada, allá por las cuevas de la memoria donde me adentro en la intimidad de mis delirios, en la que me sigue asesorando de forma privilegiada y certera sobre las cosas que nos quedan por hacer y que tengo que realizar…


Algún día podré terminar felizmente aquella pequeña obra, la más importante para mí, - sé que durante algún tiempo todavía no me podré quitar el casco -; podré finalizar la empresa a que me comprometí, quizás en una premeditada inconsciencia consciente, y que le prometí, armándome caballero aún sin el necesario caballo ni la obligada coraza, linaje o entrenamiento, en su tálamo final…


Sé que algún día lo contaré. Algún día seré capaz de escribirlo, quizás cuando esté suficientemente cualificado para describirlo. O, por lo menos, cuando no coincida la fecha que marca el calendario con el día que le vio nacer.




La Onu y lo otru.






La otra noche, en la paz que refleja mi hogar cuando el pequeñín ya está soñando que es un pirata malo con la pata de palo que come “pollo asao”…, la mujer que domina mis sentimientos, mi vástago mayor y mi otro yo (el que quiere aprender cosas) nos encontrábamos leyendo – cada uno un libro, que todo hay que decirlo. Sí un libro, una cosa de esas que se parece a un cuaderno pero con las pastas más gordas y que ya lo compras con las letras escritas dentro e incluso, en ocasiones, se regala – cuando otro chaval que vive en mi casa que tiene cinco años se unió al grupo.


El ambiente era excelente, de otra época, dos adultos y dos churumbeles en paz total, con la tele encendida pero sin volumen – no la quitamos del todo porque dicen que las familias de hoy sólo ven juntos la televisión y si la quitamos nos desintegramos, creo – y leyendo tranquilamente… ¿Tranquilamente? ¡No! De repente, el de cinco años, que está en los inicios de su formación (como yo), empezó a leer como leen en su Colegio (que para eso va), muy bien, muy claro, muy alto, altísimo, a gritos diría: Entonces Piglet preguntó que si el invierno venía tendría que saludarle y meterlo en casa, contestando Winnie de pooh que el invierno no era ningún señor, que era una estación…


Sus carcajadas, que es como reírse pero cuando uno no tiene freno alguno, retumbaban en la estancia dejando una cara de estupefacción estupefacta a los restantes ex-lectores que nos encontrábamos en la sala. Entonces, ahí salió de dentro de mí el instinto de padre que siempre he llevado dentro, le dije: Hijo mío… así no se debe leer... tienes que hacerlo sin hablar... sólo pensando… si lo haces así, los demás no nos enteramos de lo que pone en nuestros libros… Vamos a hacer una prueba: cuando yo cuente tres, los cuatro vamos a leer en voz alta, cada uno su libro, y entonces… entonces te darás cuenta que es mejor que todos leamos sin hablar.


Entonces pasó. Entonces el que se dio cuenta fui yo, lo vi perfectamente claro entre el ruido de las frases que salían de cada libro, en el Babel que se produjo en la habitación: ¡Ya sé porqué no funciona la ONU! Estaba claro: Allí cada uno lee un libro distinto, para distintas edades, con distintos dibujos, de diferente grosor y además… ¡Todos leen a la vez y en voz alta! Así no hay forma de aclararse ni, menos aún, de arreglar el mundo. ¿No?


Ni que decir tiene que mi churumbel, aunque lo entendió, siguió leyendo muy bien, muy claro, muy alto, altísimo, a gritos diría. El padre que llevo dentro de mí se dio perfecta cuenta (a veces pasa) de que las cosas son como son y que todavía no sabía hacerlo de otra manera. Todo llegará.



Los visitantes





Hace tiempo instalé en el blog un contador de visitas. Hasta hace poco sólo lo había utilizado para saber cuántos internautas, que son como las personas pero con conexión a internet, me visitaban por primera vez, cuántos repetían – algunos son tan osados que vuelven - y cuántas páginas se cargaban, que quiere decir, creo, no estoy del todo seguro, se leían –porque hay gente o personas (que da lo mismo en este caso) que lee lo que escribo, aunque tampoco sé para qué - .


Pero he descubierto una opción nueva – no descubro más opciones porque vienen en inglés técnico y yo domino sólo el coloquial, que es más bajito y se deja -, en la que puedo contemplar en un mapamundi muy chulo de dónde viene cada uno. Como soy tan cotilla, también me gustaría saber quiénes son, pero eso no se puede: mis visitantes son sólo números. Cada lágrima que aparece en el mapa corresponde al ordenador de un señor/a virtual que ha venido a echar un rato conmigo, aunque yo en ese momento no esté. Entonces me he dado cuenta que para esto de los blogs no existen ni las fronteras ni hace falta siquiera que uno esté en casa para que haya invitados.


Tengo visitantes de Perú, México con equis, Argentina, Paraguay – ¿para qué? Paraguay, que decía el gran Tip -, Uruguay, Chile, Venezuela, Colombia, Bolivia, Botswana – que debe ser un país -, Sudáfrica y hasta un californian@ que me visita desde la mítica San Francisco prácticamente todos los días. Sé que de España vienen a verme asiduamente, que quiere decir a menudo, un día sí y otro no, de las Islas Canarias – esta visita me ha dicho mi subconsciente que me gusta mucho, pero yo, el consciente, no sé por qué -, Galicia, Aragón, Madrid, Valencia del Cid... ¿Valencia? Eso no puede ser. Bueno que vengan de Valencia sí, pero el que viene de Valencia tenía que venir de un pueblo que está muy cerca de donde vivo, que para eso están las “ipés” y sé que esa que dice que viene de Valencia es la suya – más que nada porque aparece el nombre de su blog -. Pero… ¿para qué se va a Valencia si luego tiene que hacer quinientos kilómetros de vuelta? No lo entiendo ¿o sí? Debe ser cosa del “cigueñá” o de “la tapa del delco”, como decían antiguamente los mecánicos cuando se averiaba un coche y no tenían ni idea de cuál era la avería. Ahora la culpa es o del “servidor”, como yo, - que por no tener, tampoco tiene ni idea - o de las “páginas wes” – que vienen, como su propio nombre indica, de los pistoleros y forajidos que pueblan internet. O no. Yo qué sé -. Así que mi amigo, todas las mañanas, incluso alguna tarde, tiene que hacer mil y pico kilómetros virtuales para entrar en mi blog, que está a sólo 100 kilómetros del suyo.


¡Vaya vuelta más tonta! Podía haber venido a verme por la trocha, que es por donde venimos los que siempre hemos querido atajar. Digo yo.





Para el listillo: Ya sé que lo que digo no es exactamente así, pero no sabía sobre qué escribir y tú sabes que sin esto, como sin lo otro y lo de más allá ya no puedo estar.





El Senado






El Senado romano fue la primera institución de su tipo y por mucho tiempo fue considerado como el modelo constitucional en su sentido de Cámara “Revisora”. En nuestra Constitución de 1978 al Senado se le otorgaron la función de representación del pueblo español, la potestad legislativa de forma subordinada, la presupuestaria – de forma subordinada igualmente -, el control de la acción del gobierno y otras muchas que podríamos llamar, que no considerar, “menores”. Pero en caso de desacuerdo con el Congreso de los Diputados éste tiene casi siempre la última palabra, pudiendo imponer su criterio por el voto de la mayoría absoluta de sus miembros. Y ahí está para mí el verdadero problema de nuestra ¿joven? democracia: Los que disponen en el Congreso son por tradición democrática del mismo color que los que deciden en el Senado – actualmente no, pero da igual. Si el Senado rechaza una Ley, el Congreso la aprueba a su vuelta sin problemas amparándose en sus mayorías y pactos -.


Y por eso, y en definitiva, nuestro Senado ha ido muriendo, poco a poco y, me atrevería a decir, no vale para nada. En la práctica sólo la suspensión de una autonomía por causas excepcionales es función única del Senado. Es decir, su única función soberana nunca se ha tenido que utilizar.


¿Para qué vale entonces? ¿Por qué no se reforma? ¿Por qué no se le otorga la representación de los territorios de forma real? ¿Por qué uno de Albacete vale menos que uno de Tarragona en pleno siglo XXI? ¿Por qué no se impide a aquellos partidos regionalistas que tienen menos de un 5% de los votos en el ámbito nacional la entrada en el Congreso para que representen a sus autonomías en el Senado? ¿Por qué tenemos que seguir sometidos a los chantajes periféricos de minorías?


Si el Senado fuera una verdadera cámara de representación territorial ejercería fehacientemente la función de control del gobierno (su verdadera función y la de mayor envergadura para tranquilidad de los ciudadanos). De este modo si en el Congreso se aprobara una Ley que favoreciera, por ejemplo, a dos autonomías de las que ni siquiera quieren ser autonomías, cuando ésta llegara al Senado sería rechazada por las otras quince (entre las que estaría la mía para mi propio regocijo, que todo hay que decirlo) y, lo que es más interesante, con los votos unánimes de las diestras y siniestras regionales. Luego, a su vuelta al Congreso, exigiría – yo - el voto favorable de una mayoría que sobrepasara con creces la absoluta para poder llevarla adelante y no tan sólo el voto de la mayoría que la inició.


En los tiempos de reformas que vivimos, muchas de las cuales son absolutamente innecesarias o, cuando menos, accesorias para la mayoría de los españoles, el presidente del Gobierno que tuviera los arrestos suficientes para hacer algo parecido, fuera del partido que fuera, contaría con mi voto (si es que vale para algo) para siempre. Creo.



 
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