El bosque encantado…

El hecho, sin embargo, es que la libertad en sí nada vale; valen dos cosas relacionadas con ella. La primera es el fin al que apunta, que es la acción útil del espíritu constructivo. La segunda es la conquista de la libertad.
Fernando Pessoa.

Ayer volví al bosque encantado. Así lo llaman esos pequeños seres que juegan y viven en mi hogar. En aquel mágico lugar el verde y el agua se desplazan a su antojo por entre las piedras y la tierra. El verde siempre está presente, aunque estemos en lo más alto del tórrido verano o en lo más profundo del gélido invierno. El agua sólo cuando la hay, porque la última vez que pisé los canchos de su río había desaparecido. El panorama era desolador. Alguien se la había llevado. Y todos apuntaban a una triste señora que se hacía llamar Sequía. ¿Hay algo más triste que un cauce sin vida? Hacía más de treinta años, me contó un lugareño que pasaba por allí – supongo que mi cara de sorpresa me delató y dio paso a la conversación que mantuvimos -, que ese fenómeno no ocurría. Me dijo también que su carencia había dado lugar a peleas, disputas y querellas entre vecinos, familiares o amigos por su uso. O mal uso, añado yo. Que se habían tenido que reunir para repartirse las escasas horas de riego y que, aún así, aparecían mangueras rotas, cortadas a navaja o desviadas intencionadamente a otros lares. Que incluso había noches que tenían que dormir en la finca para vigilar que nadie robara con alevosía y nocturnidad el líquido elemento. Y es que cuando alguien tiene necesidad imperiosa de regar huertas – aplíquese aquí el ejemplo de la vida que cada uno tenga por conveniente - so pena de perder los dineros que proporcionan alegremente los frutales, entonces deja de ser él mismo y es capaz de cualquier cosa.

Pero ayer el agua había regresado. Con fuerza. Con mucha fuerza. Y mi bosque volvía a ser libre, sin humanas ataduras que lo acomplejaran o legales complejos que lo desnudaran.

Ya verán ustedes como este verano, si Doña Sequía persiste en su terca actitud, volverán las oscuras golondrinas del balcón sus nidos a colgar… Al tiempo. De momento quédense con estas estampas que dan fe de lo que digo. Los niños que vinieron conmigo también pueden dar fe pero es mejor no preguntarles. En estas fechas tienen la cabeza repleta de fantasías, turrones, regalos y demás zarandajas y a lo peor no se acuerdan.

Feliz entrada de año a todos los que lean y vean esto. Y a los que no, también.








Vengo poco…




Cuidaos del rencor de los escritores sin lectores.
Miguel de Unamuno sobre Azaña.

Últimamente vengo poco a esta casa virtual. Lo sé. Sin embargo, lo que no sé con certeza absoluta son los porqués. Tampoco sé con certeza casi nada, pero eso no viene a cuento ahora.

La máxima de Juvenal “Mens sana in corpore sano” no se cumple en el que suscribe estas letras. Y digo que no se cumple porque en los últimos meses, en los que me he dedicado con alevosía y premeditación a cuidar el cuerpo haciendo ejercicio diario y eliminando algunos productos nocivos de mi dieta, he “abandonado” la escritura. A la vez que mejoraba el físico, perdía peso y volvía a ser yo y no mi padre el que estaba cada mañana enfrente de mí en el espejo, desaparecían los escritos y los sucedidos de mis perspectivas.

En el análisis mental me doy cuenta de que no me cansé de escribir. Me gusta y mucho. Tampoco me aburrí del blog. Me acostumbré a publicar historias en él cada semana y lo siento como algo mío, algo que no puedo dejar. Más o menos.

Puede que el tiempo que dedicara a escribir o a leer, que también leo menos, ahora lo invierta en mover las piernas al ritmo de la música del ipod. Puede que sólo sea una etapa diferente a la anterior. Puede que…

No lo sé. Me apetecía contárselo a aquellos que un día sí y otro también vienen por aquí, a esos a los que no les importa que uno se equivoque un día sí y otro también, a esos que he conocido a través de la ventana rectangular de este artefacto que me sujeta al mundo y que de alguna manera están metidos en mi diario, en mis rutinas, en mis quehaceres.

A todos ellos y aunque suene a tópico quería desearles que pasen una feliz Navidad. Ni más, ni menos.

Estampas de un verano…



Ah, sí, yo sé lo que adorasteis.
Vosotros pensativos en la orilla,
con vuestra mejilla en la mano aún mojada,
mirasteis esas ondas, mientras acaso pensabais en un cuerpo:
Un solo cuerpo dulce de un animal tranquilo.
Tendisteis vuestra mano y aplicasteis su calor
a la tibia tersura de una piel aplacada.
¡Oh suave tigre a vuestros pies dormido!
Vicente Aleixandre.

Tengo esas olas clavadas en mi memoria adolescente, aunque entonces no lo supe describir. Eran leves ondulaciones que mecían y tranquilizaban de alguna manera el joven e inexperto músculo que bombea calor sin descanso. Un lento cabalgar de espuma, de frío, de salada sal… Esas ondas se batían como alas de gaviota y latían como yo cuando sentía…

Recuerdo de forma clara que muy de mañana, cuando el mar desfallecía en su retirada, derrotado, tal vez vencido, para que los que no tenían nada que hacer y los que sí pudieran pisar con firmeza sus lamidos nocturnos, recorría paso a paso y con el tibio sol en lontananza el camino que otros hicieron antes, que yo mismo hice antes, que nosotros fuimos capaces de pintar con el peso de unos cuerpos cuasi desnudos mucho antes. Una nueva huella sustituía a las que se anduvieron, a las que se borraron para no volver, a las que se olvidaron para que cada jornada fuera diferente en el borde mismo de la materia. Y siento que en la lejanía, en la seguridad que proporciona una tierra alejada de la costa, todavía puedo describirlas, recordar cómo partían, cómo venían al encuentro, cómo volvían sin parar, una y otra vez, cómo morían a mis pies, cómo mojaban sin remedio y cómo volvían a marchar sin añoranza ni memoria.

En ocasiones jugué a averiguar su recorrido, imperfecto y acompasado, alocado y metódico - ¿o es melódico? - a la vez. Llegué a intuir que en el compás, su compás, nuestro compás, acariciaban poco a poco la arena, siempre igual, rindiéndose vencidas a la base del viejo continente, aplacando la sed de una tierra que no sabe beber, tal vez desesperadas por no poder romper las líneas rectas que la naturaleza caprichosa intenta quebrar en su último esfuerzo. Siempre el mismo ritmo, la misma cadencia, las mismas pautas…

Hoy, mi memoria, me trajo debajo del brazo los recuerdos de ese ayer. Y me dice que un día esas olas acompañaron mi cuerpo hasta el final, hasta esa línea que separa la tierra del azul. Y que no me cansé de mirar lo que nunca vi, lo que nunca pude demostrar, lo que acaso sólo existió en mi corta visión. Hoy sentí celos de esos días, de ese sol y de ese agua. También de las dunas vigilantes que me hicieron compañía durante el trayecto. A mí y a la soledad del caminante que optó por volver de ese lugar donde los hombres se pierden para siempre. Tal vez sólo para contarlo.

Creo que todo esto pasó cuando la vida en otra edad se me ofrecía de otra manera. Y hoy lo he vuelto a recordar. No sé por qué. Tampoco importa…




NOTA: Las fotografías son de la vuelta, al atardecer. El sol se va por el oeste, sin remedio... Se puede pinchar sobre ellas...

Dudas




Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo.
Luis Cernuda.

Ahora, cuando otoña y mis ojos ven cómo vuelven las flores a ese barrio que me aguanta, sé que he perdido algo importante. Ahora que la lluvia no quiere caer en el campo de mis sueños , sé que he olvidado algo fundamental. Ahora, delante de este artefacto que expande sentimientos sin ton ni son, sé que he perdido el criterio . Y es que sin él, camino sin rumbo por el mundo de las letras porque cuando uno no sabe a dónde va… es que tampoco viene de ninguna parte .

Yo, que creí en las gentes, sé que vivo en el entretanto y ahora, en este instante quedo, he llegado a descreer incluso de mí, del ser que me arropa en el frío. Siento que el caminar es un todo, más he olvidado el paso a paso que compone el equilibrio y da alas a la razón, tal vez a la verdad. Sin motivo aparente, sin causa que lo justifique o que lo ampare, invisto solemnemente en los actos que represento la figura que porto y transporto de casos y cosas que desvirtúan el fin .

Lo único que me consuela es que todavía guardo encerrada y encerada un alma de niño dentro del hombre que refleja mi estructura. Y una promesa. Si acaso eso vale para algo

Yo estuve allí…


… Aunque eso ocurrió nueve meses después de la caída y ciento veinticinco muertos más tarde de su construcción. Entonces, en el verano del año 90, no quedaba casi nada en pie de aquella raya que separó los dos mundos y sólo pude contemplar unos cuantos metros de ese muro de la vergüenza que los políticos habían dejado como testimonio de lo que una vez ocurrió, tal vez para que los turistas como yo nos pudiéramos entretener, tal vez porque quisieron enterrar en el periodo más breve posible los recuerdos de una terrible historia.

Me sorprendió Berlín y la cantidad de árboles (todos catalogados) que poblaban sus calles y parques, fruto del “Contrato del bosque permanente” de 1915. Me sobrecogí en un pedazo de bunker con las paredes convertidas en galería de imágenes de aquellos seres grises con “cara de malo” y galones que exterminaron como pasatiempo y la ingrata compañía de la voz de Hittler arengando a las tropas como melodía de fondo. Me impresionó Nefertiti - ¿qué hace allí? - en el Museo Egipcio, antes de su restauración y de su actual traslado a la Isla de los Museos. La Potsdamer Platz, el Checkpoint Charlie, las obras de remodelación del edificio del Reichstag, la impactante imagen nocturna de la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm bombardeada por los aliados en la Batalla de Berlín y restaurada en cristal, la Alexanderplatz y los 368 metros de la extraña torre de la televisión (testigos privilegiados de la vida del Este), la archifamosa Puerta de Brandeburgo y la Columna de la victoria son lugares emblemáticos de la capital que no hace falta descubrir porque cualquier visitante puede conocer en uno de esos tour, “a paquete completo”, en los que el guía va cantando y contando desde el primer asiento del autobús eso de “a la izquierda tienen ustedes el Museo Antiguo y a la derecha una señora típica alemana que se acaba de comer una salchicha de Frankfurt con chucrut y mostaza”.

Pero en aquel viaje la liberada zona roja (no sólo la alemana) y sus ciudades prohibidas eran el objetivo. Además de Berlín pude recorrer Leizpig, Dresden o Postdam en Alemania o ver Praga y una prostitución infantil de carretera amparada por los propios padres en sus alrededores, Bratislava, su pobreza y su semejanza con cualquier ciudad del interior de Portugal y la Budapest de la “Tierra de los hombres” o magiares que beben “Unicum”, un licor que sabe a rayos y que destroza para siempre a 40º la garganta del que se atreva a probarlo.

De todo ello, de todo lo que pude asimilar durante el recorrido, hay tres cosas que destacaría sobremanera después de tantos años: La cantidad de grúas que se alzaban sobre los tejados de cualquiera de las ciudades rojas – el paisaje era irreal -, la falta de gente en las calles de Leizpig o Dresden y, sobre todo, la cantidad de antenas parabólicas recién compradas que poblaban las fachadas uniformes y tristes de los edificios de la Alemania del Este o Chequia. Cualquier pueblo o ciudad que atravesaras estaba repleto de pequeñas plataformas amarillas que como hongos daban color a los edificios. Supongo que tras muchos años de información unidireccional o, simplemente, por la absoluta carencia de ella, los habitantes, ávidos por conocer el nuevo mundo, antes de tirar el Trabant, buscar un trabajo mejor remunerado en el paraíso del Oeste o intentar adquirir una nueva casa en cinco mil cómodos plazos, buscaron saber. Porque entonces y ahora no hay nada peor que no saber qué es lo que pasa. Y ellos habían estado durante muchos años sordos y ciegos. De eso no tengo dudas. De otras muchas cosas sí, pero ahora no vienen a cuento.

A vueltas con…


Una caída tonta. Cinco días de escayola – la alergia que produjo el algodón sintético en mi fina piel obligaron, so pena de perder el miembro (cosa que no me hacía ninguna gracia), a retirarla - y veintidós con el brazo en cabestrillo han conseguido que mi esbelto cuerpo deje de sintonizar con las extremidades superiores. El problema no se ve a simple vista. Hay que estirar los brazos para apreciar el detalle. El diestro, que se libró del accidente, marca las seis en punto. El siniestro, que paga las consecuencias de la tontuna, las ocho y veinte. Paciencia y rehabilitación, me dijeron. En ello estamos. Corriente, estiramientos, giros, extensiones, ejercicios de todas clases… Nada. Las ocho y veinte. Ni un minuto más. Frases como “es que a nadie se le ocurre con tu edad…” o “¡Cómo te atreviste a montar en patinete!” martillean constantemente mi cerebro, si es que alguna vez lo tuve.

Y yo me pregunto ¿Qué edad…? ¿Acaso existe una edad para ser feliz? ¿Tal vez había una plaquita en el artefacto que prohibiera conducirlo a los mayores de seis años o un letrero que señalara amenazante: carga máxima autorizada “20 kilos”?

Lo único cierto de toda esta historia es que el patinete y la cuesta estaban ahí, reclamando mi presencia sin cesar. La tentación fue grande para alguien que guarda un niño en su interior. La velocidad de bajada fue constante, de eso no hay dudas. De la de aterrizaje no tengo datos o, cuando menos, no los tengo fiables porque el propio mamporro en sí obnubiló mis pensamientos durante un largo rato. Más o menos el tiempo que duraron los dolores iniciales. Tampoco tuve opción de apretar los frenos porque no había tales. Sé que la caída o vuelo rasante fueron perfectos porque evité estampar el rostro en el duro cemento. La resistencia de los huesos… ¡Ay!… la resistencia de los huesos fue inferior a la altura desde la que caí. Ese apartado del sucedido sí lo tengo claro.

Y ahí fue donde empezó el calvario porque entonces, y sólo entonces, el izquierdo empezó a retraerse – a acojonarse diría si no fuera una palabrota – y empezó a doblar hasta que marcó la fatídica hora: las ocho y veinte. En punto. Y así sigue. Cinco días de escayola después. Veintidós días con el brazo en cabestrillo más tarde. Varias sesiones posteriores de estiramientos y putadas varias que se supone debían dar fin al llamado proceso de recuperación del hombre, que en este caso soy yo.

Ahora tengo dos opciones: O busco la armonía caminando con el brazo derecho encogido para que los dos miembros marquen la misma hora, aunque alguien pueda pensar que en lugar de desodorante me he echado laca por error en las axilas, o insisto en la rehabilitación hasta llegar a conseguir que mis brazos estén más rectos que el mástil de un velero, aunque el fisio me haya dicho en la última sesión y en tono serio un mosqueante “a ver hasta dónde podemos llegar”.

¡Claro! ¡Como él lo tiene todo recto! Yo pienso llegar hasta el final. Voy a utilizar la segunda opción. Cueste lo que cueste. Aunque tenga que invertir en ello media vida. Y que nadie me saque de ahí que me cabreo. ¡Hala!

Si por lo menos marcara las ocho y doce…

Hoy sé…


Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo,
botón de pensamiento que busca ser la rosa;
se anuncia con un beso que en mis labios se posa
al abrazo imposible de la Venus de Milo.
Adornan verdes palmas el blanco peristilo;
los astros me han predicho la visión de la Diosa;
y en mi alma reposa la luz como reposa
el ave de la luna sobre un lago tranquilo.
Y no hallo sino la palabra que huye,
la iniciación melódica que de la flauta fluye
y la barca del sueño que en el espacio boga;
y bajo la ventana de mi Bella-Durmiente,
el sollozo continuo del chorro de la fuente
y el cuello del gran cisne blanco que me interroga.

Rubén Darío

Hoy sé que no puedo escribir pues he perdido en el trayecto la costumbre, mi gran aliada en esta biografía de lo que alguna vez ocurrió – o pudo ocurrir -. Hoy sé que las palabras abandonaron como cobardes ratas una barca que iba a la deriva y el carel es un abismo sin remos que puedan corregir una dirección equivocada. Hoy sé que no puedo conjugar el verbo que me habita sin anteponer el estar al ser o el padecer al parecer. Hoy, como ayer, olvidé que en el diario está escondido el secreto del todo. Hoy, sin darme apenas cuenta, soy consciente de las limitaciones que lastran al intruso cuando se adentra sin permisos en el reino de las Humanidades. Si la diosa del amor y la belleza pudiera escapar del frío mármol que la aprieta y recuperar sus miembros superiores, tal vez viniera a socorrer en abrazos y besos lo que siento y no puedo explicar, lo que veo y se queda como corolario en el archivo de mi memoria, sin transmitir. Hoy, en un intento fallido de acercamiento al Principado de Felix Sarmiento, observo como ríe Víctor Hugo con la desunión de la vieja Europa mientras Gavidia enseña alejandrinos a una Centro América que sigue durmiendo silenciosa e inerme. Hoy, con estas letras y a mi agreste manera, estoy quebrando de nuevo las leyes de lo imposible. No sé hacerlo de otra forma. Tampoco importa pues los visitantes ocasionales de esta humilde morada – si es que los hay – no me lo tendrán en cuenta…

Mercedes Sosa

De entre todas... me quedo con las dos Marías. Una por el desgarro... La otra por la esperanza...




Verídico…




Suena el teléfono y contesto a la llamada, como hago casi siempre que suena el teléfono y lo oigo…

- ¿Dígame?
- Buenos días. Llamo de "Fonjaus" (Phone house) y quería hablar con Gema Calvo Maduro.
- ¡Casiiii…!
- ¿Cómo dice? No le comprendo…
- Que casi acierta… Es verdad que no tengo mucho pelo. Por mi edad podría considerárseme un hombre maduro. Pero por mi voz habrá adivinado a estas alturas que no soy Gema.

Se echó a reír y se despidió diciéndome: Perdone la equivocación y tenga usted un buen día señor maduro.

Si me llega a decir “tenga usted un buen día señor calvo” me cabreo. Fijo.

Hablando de mí.


Sepan ustedes que el que suscribe, que en este caso soy yo, sabe que viene poco a su casa virtual. ¿El motivo? No lo sé a ciencia cierta. Miro aquí y allá, leo lo que escriben los demás, navego de orilla a orilla… pero ni siquiera cambio por inapetencia la imagen del libro que terminé hace más de un mes y que aparece en el margen superior izquierdo del blog (ahora la cambio).

La culpa, tal vez, la tiene el régimen. No, no se alarmen, no me refiero ni al de Franco ni al de Zapatero. Hace unos meses decidí perder peso y me lancé a caminar por los alrededores de la ciudad que me sufre. Allí encontré nuevos amigos: gordos que ya no lo son, ex-infartados que beben biomanán, cuarentones que pretenden ser cuarentañeros, tíos que van en bicicleta con la lengua en el manillar y un largo etcétera de seres proscritos de la sociedad. Y sí, cuando uno se une al clan pierde peso… pero también parte de su personalidad porque según perdía kilos disminuía mi atención por la escritura y la lectura, sin las que yo ya no sabía vivir.

Y ha de ser cierto lo que digo porque ahora, con las facultades físicas limitadas (no quiero decir con ello que antes estuvieran bien) por una caída infantil… vuelvo a la literatura y me presento ante ustedes sin rubor. Díganme si no si hay algo más infantil que caerse de un patinete. Sí, han oído bien. No he dicho skate, ni snow, ni wave, ni monopatín. Me he caído de un patinete como el de Locomotoro (¡Ñete, cabrón!) a una velocidad de un kilómetro por hora, más o menos. Y aquí me tienen, con el brazo izquierdo fracturado, escayolado desde el hombro hasta los dedos y aporreando con la mano sana el teclado para contarles el sucedido.

Espero que en este tiempo, por lo menos, alguno habrá echado de menos las palabras de esta humilde casa. Si no es así ¡qué se le va a hacer!


Otra vez aquí…

Foto sacada de internet, al azar.

Mientras limpio las telarañas y la cochambre que el descuido trajo a mi casa virtual estos meses de calor, me doy perfecta cuenta de que vuelvo a las rutinas, sin remedio. O casi. Falta un solo compromiso – es importante, lo sé – para dar carpetazo al largo y cálido verano, para abrir de par en par los brazos a la nueva estación y empezar a disfrutar otoñando, debida y tranquilamente, como ha de ser. Esa estación que ayer avisó de su llegada inmediata con agua y frío centra mi estado de ánimo de forma y manera sutil, sin aspavientos, y hace que sienta ardidos deseos de plasmar en un papel lo que pasa en cada momento por la testuz. Sin interrupciones ni algarabía, sin prisas y sin pausas, pero con muchas divagaciones que me hacen creer - ¡falsa ilusión! - que yo sigo siendo yo, a pesar de la edad. Necesito que los días vuelvan a ser iguales, que la luz que perciben mis ojos llegue difuminada, más débil, hasta el pensamiento, recrearme en la tranquilidad de un tarde de lluvia, que las hojas en su caída me recuerden que estoy trabajando detrás de una ventana, que las jornadas de luz sean más cortas,…

Sí, ya lo sé, vuelvo con la misma tontuna en todo lo alto que aquel día que decidí partir… Voy a ver qué ha escrito Turu, que vuelve con fuerza de las vacaciones y es el único que parece cabal…

Me lo explique, oiga...


Para el que no lo entienda: Si esto es como cuenta el señor cartero en su amable escrito y nadie le abre el portal... ¿cómo ha conseguido colocar el cartel encima de los buzones?

Supongo, y es mucho suponer, que en un estado de ofuscación absoluto y ante la necesidad imperiosa de colocar el aviso.... entró en el portal - que claro está estaba abierto -, puso su escrito y se llevó el correo a la oficina.

Creo que así quedó tranquilo: ¡Hala, ya están avisados!

¡Paíssss!

Un año...








Sé que estás ahí detrás… pero asómate un poco más para que te vea.

J.T. y el segundo de Ónuba


Y el toro en el Sur.
Una media luna sobre su testuz.
El toro no sabe cómo obedecer.
Y uno, dos y tres…
…¡Toro! ¡Toro! ¡Eh!
Patas y pitones en busca del tres
Pero el tres espera y…
Uno, dos y tres.
Con tres capotazos le para los pies.
Punta de percal, mano burladora.
Sal torero, sal ahora.
Manuel Benítez Ortega.

Y cuando la luna nueva siguió la estela en el agua que dejó su hermano el sol, bajó confiado a la orilla con ese porte altanero del que disfruta al andar, del que se gusta en el paso, del que sabe caminar. Quiso ver, sin que le cuenten, cómo bailaban las olas sin mano diestra que guíe ni una izquierda natural, sin engaños ni trapíos, sin castigos ni puyazos, sin sangre en el arenal. Y las vio morir despacio, lamiendo sin aspavientos, vencidas por el cansancio el fino albero del mar. Luego fue por la ribera para ver si era verdad que el polvo de las salinas alegremente danzaba entre fango y matorral, entre cante y bulerías, entre fino y palmear. Y comprobó que era cierto, que los montones de sal capean a sobresaltos, en el blanco inmaculado, la marisma y el juncal.

Entonces llegó a la plaza que en un lleno a rebosar esperaba que aquel hombre enseñara al animal cómo se bailan las olas, cómo danza allí la sal, qué fandango es el que duele en lo hondo del cantar de esas gentes tan humildes que exprimen el litoral. ¡Hágase el silencio! ¡Calle la plebe que en el redondel el maestro se la juega! Y a la bestia en la cadencia, en el círculo al compás, va moldeando sin barro lo que el campo y la bravura nunca le supieron dar. Entre olés y algarabía fue liberando congojas, deshaciendo aquellos nudos, más marineros que nunca, que apretaban el tragar. Y es que el miedo, que no es libre y enclaustra esa profesión, acongoja muy despacio, se recrea en los pitones, en la armadura del bicho, en la piel del animal. Y tan lento como asusta hay que volverlo a soltar, debe salir de ese cuerpo para disfrutar andando, para gustarse en el paso, para saber caminar, para que lo vean todos los que lleguen hasta el mar.

Para los tres compañeros de viaje, viandas y tertulia. Ya no podré decir que nunca estuve en plaza ni entiendo. Bueno, entender sigo sin entender. Y creo que así seguiré.

Por si no me creen…

Lejos de tu jardín quema la tarde
inciensos de oro en purpurinas llamas,
tras el bosque de cobre y de ceniza.
En tu jardín hay dalias...
Antonio Machado.

Encontré en la sierra un pequeño rincón donde se esconde la primavera, donde descansa hasta el año siguiente, donde el agua corre libre y limpia por entre las piedras, lejos de miradas indiscretas.

Está allí, en lo alto, donde los frutos rebosan color a puñados, donde el verde se transformó hace tiempo y por Decreto en perenne, donde siempre vuelvo cuando el calor aprieta el sudor a mi cuerpo.

Alguien que lo vio me contó que era cierto, que todavía seguía allí a pesar de las fechas del calendario, esquivando el duro sol del estío… y el domingo lo pude comprobar.

Ahí está la prueba, por si no me creen...










Vuelvo a divagar…



Vagabundeo con un holter colgado del pensamiento para medir el ritmo que baila en mi corazón. Camino por las noches y en silencio – no hay otra hora, ni para andar ni para callar - con la música de Tennessee, El desván del duende o Silvio zumbando en mis oídos. Tengo que bajar otro agujero en el cinturón que me sujeta a ese cuerpo que se atreve a vivir en mí. Necesito acompasar razonamientos y sensaciones porque hoy apuesto por salir de las rutinas y con la música todo parece más fácil, es más fácil. Mañana… mañana no lo sé. En el entretanto rebusco numen y ruego a mis manes para que me protejan a partir de ahora de la miseria que acobarda las economías del mundo que me ha tocado vivir y de la gripe porcina. Eso sí, siempre vigilante y con el dalle preparado por si hiciera falta ajustar la corbata de algún desalmado, un desaprensivo que quisiera interrumpir la tremenda ocurrencia, la fatal osadía de ser uno mismo. Y es que hoy quiero ser yo mismo… No puede ser de otra manera. No puede suceder en otra edad… Mañana… mañana no lo sé.

Ahora que la Red está vacía de gentes y palabras echo de menos esas vacaciones que tarde o temprano llegarán hasta el lugar donde trabajo. Todo llegará.

Y tú te vienes a volar, tú te vienes a volar conmigo… que yo te daré alaaaas...




Ayer…

…Despierto temprano. El amanecer atraviesa sin permiso el hueco que vive entre mi cama y el infinito e interrumpe súbitamente la divagación. Porque parece claro que es una divagación de las muchas que acompañan mi existencia. La luz que me despeja no quiere que averigüe cómo es aquel lugar al que me llevaba el sueño en su parte final, tal vez la más interesante. Tal vez no. Entonces recuerdo que Lisbeth Salander está herida: Tiene una bala incrustada en la cabeza y temen por su vida… Tengo que seguir leyendo… Tampoco se van de mi cabeza las imágenes de ayer cuando unas manos nuevas recorrían en armonía - ¿eso es armonía? - las cuerdas de esa infernal caja de ruidos en el momento de su debut frente al gran público. ¡Disfruté tanto!



Suena Deep Purple. Smoke on the water. Ta ta taaaaaa ta ta ta taaaaaaaaaaaa...

A propósito de…


Alguien que vive en mis alrededores me comenta que en la entrada anterior utilizo la expresión “amable carterista” y que es un contrasentido porque si te están robando la cartera desaparece de inmediato lo que la amabilidad conlleva. ¿Cómo puede ser amable un ladrón?

Pues sí, le dije yo, en Lisboa los carteristas son muy amables. Y lo puedo demostrar. Aprovechan para robar cuando el tranvía está repleto de inocentes criaturas que danzan al compás de los quiebros, que permanecen sujetos al techo por una mano que deja cruelmente a la intemperie las sobaqueras mientras fijan su atención en los roces incómodos que la gente en su apretura proporciona sin querer. Entonces, en una de las curvas, hay cientos, el individuo en cuestión, el que ha decidido que serás tú su presa, aprovecha el movimiento generalizado de la tropa hacia la derecha o hacia la izquierda, hacia delante o hacia atrás, para exagerar su propio desplazamiento, para empujar un poco más de la cuenta al que luego no tendrá dinero pero sí un gran disgusto. Entonces, digo, en ese momento, en ese empujón, en un plis plas, le birla la cartera sin que se dé cuenta. El recién robado, que no ha echado de menos todavía su cartera, se gira con cara de pocos amigos hacia el que le empujó y el carterista, con un gesto que transmite de forma y manera indubitada un “ha sido sin querer”, le pide perdón convenientemente.

¿Le acaba o no le acaba de limpiar de forma amable? Pues eso.

Viajando…




De cómo estoy me hallo tan incierto
que en vivo ardor temblando estoy de frío;
sin causa alternamente lloro y río;
abarco el orbe pero nada advierto.

Es todo mi sentir un desconcierto;
un fuego el alma, la mirada un río;
de pronto espero, al punto desconfío;
ora divago, de repente acierto.

Estando en tierra al Cielo me levanto;
milenios son mis horas; ningún día
he podido vivir sólo una hora.

¿Pregúntasme el por qué de este quebranto?
Responderlo no sé... Tal vez sería
sólo porque os miré, dulce Señora.

Luis de Camoens.

Sevilla, Madrid, Barcelona, Alicante, Sevilla otra vez, Madrid de nuevo, Guadalajara tres veces, Barcelona,… y así hasta septiembre. Voy a recorrer – ya lo estoy haciendo - de punta a punta la piel de toro. Voy a hacer más kilómetros que un camionero. Dejo atrás casa, esposa y niños, aunque no por ese orden. Voy en busca del futuro, que como casi todo el mundo sabe es renovable, pero yo… yo lo que quiero es ir a Lisboa. Y no me dejan.

Lisboa, la Dama triste, la Señora del Estuario, la dueña de mis evocaciones. Lisboa y sus callejuelas peinadas de farolas a media luz entre la bruma nocturna y cables de acero. Lisboa y sus antiguos tranvías rojos y amarillos de madera, con su sentido traqueteo y sus amables carteristas. Lisboa y su río que quiere ser mar pero no sabe cómo. Lisboa y un apetito despierto al olor de sus tabernas con sabor a fritura de pescados y marisco fresco. Lisboa y las letras de Camoens, Chiado y Pessoa. Lisboa y yo, un fin de semana cualquiera. No pido nada más.

Quiero sentir que estaré allí, cuando ella despierte. Quiero pensar que estaré allí, junto a su sombra. Quiero disfrutar de su reverso, de las traseras de su memoria, callejear sin destino mientras un fado rasga sin piedad la garganta del viejo trovador. Quiero beber de esas fuentes donde se bañan la saudade y el desasosiego. ¿Cómo puedo explicarte qué significa esa ciudad si no has sufrido su aguijón, si no has andado en su memoria, si no has ayudado a sus brazos de hierro y hormigón a sujetarla al Continente?

¡Quiero ir a Lisboa! ¿Alguien me lleva?

Amor é um fogo que arde sem se ver…

Por la carretera…


Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
a la luz de la luna y al sueño, por la carretera desierta,
conduzco en soledad, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo un poco para que me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,…

No viajo en Chevrolet, ni sé cuál es la carretera de Sintra. Sin embargo conduzco despacio en soledad por la carretera desierta, tal vez en un sueño, quizá en otro mundo… Grandes trozos de algodón adornan el azul que se me aparece en el horizonte. Sólo hay cielo entre mi coche y el más allá, lugar al que encamino los pasos, perdón, quise decir las ruedas. Pueblos desolados, exánimes, vacíos de gentes y bestias descubren con orgullo la alegría desbordante que convierte en amarillo mi jaral. ¡Qué belleza para que nadie la pueda contar, para que ya nadie la quiera vivir! A cada rato la milicia del olivo parece esperar su momento en formación, pulcramente uniformada. ¡Vista a la derecha! Paso revista a cien por hora, convenientemente... Ahora, llegado el tiempo de la dehesa, entre encinas y alcornoques, mis ojos contemplan un lote victorino que permanece acorralado entre viejas chapas, enjaulado, esperando esa tarde de gloria que luego, en el penúltimo de mayo, disfrutará el amigo Clementain, “pograma” y Belmonte en mano. Su imponente encierro es observado con envidia de sangre por las nuevas camadas, ¿son camadas? que pacen en el verde que ha logrado afortunado esquivar el sol de esta tierra extrema y dura. ¿Sabrá Morante dónde duerme la bravura, dónde se teje el arranque, dónde se ahormó la furia de Baratero, Jaquetón o Cigarrero aquellos días?

De repente todo cambia, cuando la espesura se hace dueña del camino y la naturaleza crece sin control sé que estoy llegando, sé que la sierra de mis recuerdos está detrás de aquella curva, la última curva… Allí viven el agua clara, la sombra de los pinos y el viejo puente de piedra. También, y de alguna manera, vive el que se fue para no volver. Entonces sé que aunque todo sigue igual, nada es parecido. Aunque todo quiere ser lo mismo, es diferente…

Y es que no son los mismos toros, ni los que vi en el camino ni los que ahora vendrán aquí.

(Con cariño para esos dos amigos que tanto saben de lidias, de parte de uno que nunca estuvo en plaza ni entiende).



Dos estampas…


El uno...

A las nueve de la mañana estaba levantado, vestido, desayunado y esperando impaciente a que lo recogiera para ir al campo. Tres jornadas completas en las que soportó primero el desagradable viento que a veces peina en exceso los frutales en aquella zona y luego un sol que impartía justicia por encima de su gorra azul “nike”. Tocaba trabajar de sol a sol. Cuando sea mayor quiero ser como el abuelo, dijo convencido.

Le había enseñado a plantar sandías, a regar las patatas y las cebollas con mimo, a manejar el mecanismo del goteo, a curar las heridas del viejo manzano y a azufrar las parras para que no se las coman el “mildiu” o los ácaros, a utilizar la mula mecánica para que la tierra pueda respirar, a abonar los cerezos… Eran tareas que no cuadraban en su estampa urbana, en su visión de niño de diez años – casi once diría él - que nunca ha roto un plato y que devora libros por placer en su tiempo libre.

A mitad de mañana hacían un pequeño descanso a la sombra. A mitad de mañana tomaban un tentempié mientras repasaban los trabajos que ya habían terminado y los que les quedaban por hacer. A mitad de mañana, cuando llegábamos los demás, comprobábamos la felicidad de ambos. El patrón por fin había encontrado alguien en la familia que le seguía, un obrero muy joven y obediente, un tipo perfecto al que modelar a partir de ahora...


El otro...

Los cerezos habían empezado a entregar su sangre en forma de burbujas y había llegado el momento de recolectar. Durante un par de horas – más tiempo para los que no tienen costumbre es inviable- todos colaboramos en las tareas. ¿Todos? ¡Todos no! Uno de los churumbeles, el que tiene ocho años en su cuerpo y una lagartija que mueve su alma, hacía el trabajo a su manera: Cogía una cereza y se comía dos, cogía tres y se comía cinco… No sé qué capacidad tiene el estómago de un niño de esa edad pero el suyo debía estar a punto de explotar.

¡Ese muchacho se va a poner malo!, gritó alguien cuando vio su boca, sus mangas y sus bolsillos manchados de un rojo intenso. No te preocupes, está acostumbrado - le contesté inmediatamente -. Lo del año pasado fue peor…

Y es que el año pasado en el mismo lugar, por las mismas fechas, hizo lo mismo. Antes de llevar una cereza a la cesta, la miraba, la inspeccionaba y… se la comía. Mientras, su otra mano ya tenía otra de mejor tamaño que luego miraba, inspeccionaba y… se la volvía a comer.

Casi no llega a casa. Casi se caga a medio camino. Casi prepara la de San Quintín. Pero es feliz porque para él el campo es un gran árbol cuajado de cerezas, una especie de paraíso terrenal en el Valle del Jerte. Luego se olvida de la flojera de vientre y vuelve a las andanzas…

A primera hora del día siguiente fue a buscarle el abuelo. ¡Vamos! - le dijo -, levántate que tenemos que ir a la finca a coger cerezas otra vez. ¡No, "agüelo"! A esa finca yo no voy que esa finca a mí me da “cagalera” - contestó él convencido -.



Y es que son como dos gotas de agua…El uno y el otro.

Pandemia


Según la RAE pandemia es una enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región. La OMS establece seis niveles de alerta y hoy estamos en el quinto o, lo que es lo mismo, a las puertas de la catástrofe.

Un cerdo ha contagiado su gripe a un hombre y éste a varios individuos más, y así hasta el infinito y más allá que proclamaba “budlaigyiar”. Se supone que esa es la pandemia de la llamada gripe porcina mejicana.

Ahora bien, hasta el momento han muerto “sólo” (ojo que ese sólo va entre comillas) ciento y pico personas. Y esas muertes que estadísticamente son una “insignificancia” han provocado que en la capital del país que dio origen a la enfermedad se cierren treinta y cinco mil restaurantes, se suspendan las clases en todos los colegios, se clausuren indefinidamente las salas de cine y cualquier lugar donde se puedan reunir varias personas, se han repartido millones de mascarillas y ¡se ha prohibido a ciento cinco millones de seres humanos que salgan de sus casas desde el día uno al cinco de mayo! No se me enfaden (que diría un manito) pero las medidas parecen exageradas.

Y digo que parecen exageradas porque el número de muertos no guarda proporción ni con las medidas que se están tomando a nivel mundial ni con el costo económico que ello supondrá. ¿Entonces? ¿Qué es lo que está pasando para que en países como España, tan alejados del foco epidémico, se tomen medidas como la habilitación de un ala entera de un Hospital de la capital para prevenir lo que presienten va a pasar mañana?

Tengo la sensación de que se nos oculta algo, que no nos están contando la verdad, que hay detalles del problema que no se nos están explicando, que el problema real no está siendo transmitido a la población en su integridad. O es un cuento chino, perdón quise decir mejicano, o ellos saben con veracidad absoluta que la realidad va a ser más dura que la que dictan las noticias que nos están llegando y sólo nos están preparando para lo peor.

¿Alguien me puede dar una explicación razonable para lo que está sucediendo?

Contrarreloj


Cogedme, cogedme.

Dejadme, dejadme,
fieras, hombres, sombras,
soles, flores, mares.

Cogedme.

Dejadme.

Miguel Hernández


¡Una pedalada más…! ¡El último empeño…! ¡Voy a reventar…! Pero eso… eso será mañana.

Cayó en mis manos el sábado a mediodía y ojeé y hojeé sus páginas como se ojean y hojean los libros que luego nos van a interesar. Apartó momentáneamente de mi lado a los cosacos del Don apacible y calló mi conocimiento hasta el domingo por la tarde. De un tirón leí saboreando y sufriendo cada uno de sus párrafos. Sin los molestos abanicos que descubren pájaras avancé entre las palabras evitando las temidas montoneras... Chupando rueda hasta la cubierta posterior para asimilar encima del cajón de los Campos Elíseos el triunfo, el efímero triunfo… Sin hacer la goma y volando sobre el “botoso” asfalto que inmortalizó Perico Delgado llegué exhausto hasta el lugar donde el hombre baja del hierro y se da cuenta que ha olvidado andar erguido… Marcando “a fuego” el rompepiernas… A tumba abierta…

Como esos ciclistas que después del banderazo de salida de cualquier etapa de una gran vuelta dejan aparcada su vida y ya no pueden parar hasta que un sprint les dice que han llegado a la meta, sus páginas atraparon mi fin de semana sin remedio ni remiendos. Veinte etapas. Tres mil y pico kilómetros detrás de un asesino. Veintidós días para resolver el crimen, para que Cupido (¡Ha vuelto a crecer!) consiga cuadrar la rueda. Perdón, quise decir el círculo. El Alkalino, su fiel escudero, simplemente genial.

He de reconocer que el ciclismo profesional dejó de interesarme hace tiempo. Cualquier deporte que exija a un ser humano más de lo que un cuerpo puede dar está envuelto ab initio en sospechas de dopaje y otras guarrerías que acortan las vidas de individuos que quieren salir como sea del lugar donde estamos los demás. Pero desde ayer he aprendido que en esos deportes hay gentes, la mayoría, que merecen la pena, individuos que luchan contra sus propios fantasmas sin aditivos ni colorantes que ensombrezcan la gloria que no tendrán. Lo difícil no es subir el Tourmalet, lo realmente complicado es traspasar al papel lo que uno siente cuando lo hace. Y Eugenio Fuentes no sólo consigue contarlo de manera magistral sino que hace creer al lector que es uno el que hace el supremo esfuerzo, que es uno el que cuando ya no puede más se levanta del sillín para encarar una curva imposible o una pendiente que no deja ver su desenlace, que es uno el que se descubre con el corazón acelerado cuando termina cada una de las etapas que acompañan los capítulos.

Supongo que el autor ha sido en otra vida ciclista profesional. Tal vez pedaleó al lado de Bahamontes, Ocaña o Lucho Herrera… y no es consciente de ello. De otro modo es muy difícil que cuente en el libro lo que cuenta y de la manera que lo cuenta. La ficción describe certera la realidad. Léanlo y comprueben lo que les digo.

Lo que veo...

Esto es lo que vieron mis incrédulos ojos ayer.


Así no salimos de la crisis. Digo yo...

Esos niños...

Foto sacada al azar de la Red

A propósito de un resfriado infantil:

- Papaaaá ¿Por qué si mi nariz es tan pequeña tengo unos mocos tan grandeeeees?

Borrachos…

Si la copa en que libas, si el labio que oprimiste
acaban donde todo comienza y se concluye,
piensa que ahora eres el mismo que ayer fuiste,
y más allá no harías nada más que aquí hiciste.
Omar Khayyam

Aquella noche sorprendí a sucios borrachos en mugrientas tabernas contando y cantando a gritos una verdad, la suya, la única que alcanzan a comprender. Gentes enfebrecidas sin un pasado transparente o conciencia creíble que brindaban sus deshonras en brillantes copas de traición. Aves nocturnas que hasta la extenuación chupan sin pudor la sangre de aquellos que se labraron un merecido descanso y ninguna culpa tienen. Individuos que escondían vilmente bajo sus harapos un triste secreto. No lo pueden guardar, no lo saben guardar…

Aquella madrugada se me apareció de repente la memoria para recordarme en la resaca del sueño que blasfemaban, que siempre mintieron. Que sólo buscaron narcotizar su inestable moralidad con la gloria efímera que proporcionan el güisqui o el ron, la artería o el engaño. Que maldijeron lo ajeno sin vergüenzas por miedo a revelar su propia identidad, esa que les llevó por la aciaga senda en la que vegeta el extravío, tal vez la falsedad, acaso el desconsuelo…

Aquella mañana, cuando desperté del sofoco y bebí en la fuente de la tranquilidad descubrí con asombro y pesadumbre que la ficción, lo que vi y lo que soñé, aquello que quedó grabado en las paredes de mis recuerdos, supera con creces a la realidad humana, que somos como somos y que el cambio no es una prioridad en nuestras conductas.

Así nos va…

Silencio...


Permanezco en silencio delante de un papel desnudo que me interroga sin pudor, que hace compuestas preguntas a un ser en origen tan simple, incauto diría si no fuera porque todo está escrito. Quiero plasmar enormes y vívidos sentimientos que me ahogan más desconozco el lugar exacto dónde se pueden colocar. En el entretanto, el calendario me recuerda que pronto tendré que hacerlo, quiera o no, pueda o tampoco. Tengo la vista clavada en un blanco inmaculado que espera con paciencia lo que no puedo contar, lo que no sé decir, lo que no estaría bien publicar en esta parte de la historia. Hace tiempo hubiera podido vencer estas penumbras articulando palabras gratuitas, de esas que regala el conocimiento en días de gloria, cuando los hay, si acaso existen, y verbos conjugados alegremente en el ser o el estar, acaso en el parecer.

Hoy no. Hoy mis devaneos esperan la llegada de la primavera sentados en el pretil de ese antiguo puente de piedra cubierto de vida por el que el hombre de ayer no volverá a pasar, nunca pasará. Hoy vigilo las limpias aguas que corretean entre sus piernas, por si algún desalmado, aprovechando obligadas ausencias, las quisiera robar. Y le pongo puertas al campo esquivando imposibles, sorteando malas artes, eludiendo desengaños que pudieran brotar en cualquier terruño.

Hoy vigilo una sombra que se alejó de la materia sin permiso en un día de verano, que abandonó la sierra que vio nacer la resolución y el carácter de tantos otros, aquellos que guardaban celosamente en los adentros, para sí, algo que nunca acaba de cuajar.

Hoy estoy preparado para que aquello que un día soñé se cumpla, sin saber por dónde y con quién empezar…

Miedo insuperable...


“La mujer está donde le corresponde. Millones de años de evolución no se han equivocado, pues la naturaleza tiene la capacidad de corregir sus propios defectos”. Albert Einstein.

El sobresalto fue mayúsculo. En un primer momento no se percató siquiera de la importancia del suceso para él. Normalmente le llamaba la atención de esta clase de noticias la redacción dada por el periodista de turno. Frases que no venían a cuento o que no aportaban nada al texto acompañaban de forma gratuita e incluso tapaban y emborronaban el hecho que dio origen al titular. Además, siempre aparecía un desocupado que parecía haber visto todo y que conocía a la perfección los desajustes que se producían a diario en la casa de sus vecinos. Después de ocurrir un incidente de este tipo, cuando ya no hay remedio, cuando la muerte es la única protagonista, siempre aparece un imbécil que lo había visto venir. Todos los días y por desgracia se podían leer artículos semejantes en cualquier periódico del país. Incluso tenía la sensación de que la publicidad sobre ese tipo de episodios animaba de forma indirecta a cometer actos semejantes a otros individuos de la misma calaña. Siempre había algún cabrón dispuesto a quitarse de en medio a su pareja. Y aunque en este caso era la mujer la que había matado al marido, tampoco le extrañó porque de vez en cuando aparecía alguna Agustina de Aragón o una moderna Juana de Arco que en estado de máxima desesperación, cuando la sangre colapsa el conocimiento, se salía del guión preestablecido y terminaba acabando con la vida de su cónyuge.

Vivimos desde tiempos inmemoriales en una sociedad de machos. Es el hombre el que rige y gobierna los destinos del mundo. Hasta hace pocos años también era el único miembro del clan que trabajaba y administraba la familia, sus dineros y sus destinos. Incluso, y no hace muchos lustros, la mujer debía obedecer sin rechistar al cabeza de la estirpe. Era su obligación. Si recibía algún castigo en su matrimonio, incluso físico, no había que buscar las causas porque éstas siempre eran justas. Nunca se preguntaban los porqués. Aunque esas prácticas habían cambiado y a nivel teórico la mujer había igualado en todos los planos al hombre, no es menos cierto que eran ellos los que seguían maltratando a las mujeres y en un porcentaje muy elevado seguían acaparando los titulares de los periódicos en lo referente al maltrato. Que una mujer asesinara a su marido era un hecho excepcional que atraía de forma morbosa a los periodistas de toda clase o condición. Entonces no se hablaba de violencia de género sino de miedo insuperable porque ¿cómo puede un ser humano físicamente inferior en la mayoría de las situaciones enfrentarse a otro y acabar con el maltrato de un plumazo? Sólo el miedo a lo que vendrá después si no se detiene al dueño de la fuerza bruta es capaz de responder a esta cuestión.

Pero hubo algo de aquella noticia que despertó su curiosidad, que hizo que su mente se pusiera en estado de alerta máxima. Junto a la crónica aparecía una foto de archivo de la mujer, una foto antigua en blanco y negro. Era una imagen del día que le concedieron el premio fin de carrera en la Escuela de Magisterio. Y aquella mujer era ella. Entonces, en el momento en que le hicieron aquella instantánea, debía tener veintiuno o veintidós años a lo sumo. A pesar de que los cambios físicos a esa edad todavía son considerables - habían pasado cinco años desde su último encuentro adolescente -, no le fue difícil reconocerla. Era ella, su amor de juventud. El paso del tiempo no había acabado ni con su frescura, ni con su naturalidad, ni con su manera de sonreír. No podía siquiera imaginar por qué había dado aquel fatídico paso y se había convertido en protagonista de todos los medios de comunicación...



El "espabilao"…


No le gusta viajar. Lo sé. Sólo tiene cinco años y prefiere estar en casa a todo lo que represente hacer una maleta y sus posteriores consecuencias. Su habitación es un reino en el que da cobijo a monstruos de todo tipo, peluches descoloridos, caballeros sin cabeza, coches con o sin ruedas, aviones y demás utensilios necesarios para soñar. Su vida llega hasta el lugar de la casa donde puede ver tranquilamente los Dibujos Animados, ni un metro más allá.

En la mesa, a la hora de la comida, sin venir a cuento, comenté en voz alta: Si va todo bien, si las notas son buenas, si no hay problemas… este verano vamos a ir a una ciudad de Europa. El mayor y el mediano soltaron el tenedor y abrieron los ojos inmediatamente, de par en par. ¿A qué sitio? ¿Di, a qué ciudad? ¿Hay que ir en avión?,… fueron algunas de la batería de preguntas que bombardearon mi conocimiento en un minuto. El pequeño apoyaba su cabeza sobre la palma de la mano izquierda, en actitud indiferente, mientras jugaba a colocar macarrones en fila india.

Comoquiera que me gusta jugar con ellos - hay que avivarlos cuando son pequeños porque de grandes no hay quien los controle- les dije: Es una gran ciudad de Europa, capital de un país, no está en Portugal y empieza por “ele”. Los dos empezaron a estrujar su cerebro buscando el sitio al que me podía referir. Era Londres. Es una gran ciudad de Europa. Capital de un país, Inglaterra en este caso. No está en Portugal porque no es Lisboa, que también empieza por “ele”. Parecía fácil...

¡Nada! ¡Ni se aproximan!

La siguiente letra es una “o”, la ciudad empieza por “Lo”. Pensé que con ese dato acertarían enseguida. Me equivoqué otra vez. Interrumpieron sus divagaciones y me conminaron a que les dijera el sitio inmediatamente, no querían jugar a las adivinanzas, su paciencia se había acabado, no podían esperar ni un instante más,…

El pequeño lo sabía desde el principio, pero nada hacía suponer que sus intenciones iban a cambiar. Supongo que en su pequeña cabeza se estaba preparando una estrategia para evitar salir de su hogar, su dulce hogar. Y así fue. De repente, de forma desenfadada, como a quien le importan un pepino las guerras del mundo, la liga de fútbol, la crisis económica y el futuro del sector olivarero en España, levantó sus manos al cielo y dijo en voz alta: ¡Es Loxemburgo… pero ni sabemos dónde está ni nos gusta ese sitio! Así que esta vez nos quedamos en casa…


Loxemburgo, dice...

 
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