Se mueren…



No escribo porque no siento. No hago porque no puedo. No niego porque me guste. Sencillamente enredo entre las cosas que veo. Y últimamente sólo veo cómo revolotean los despojos… Y es que he llegado a una edad donde asisto a más entierros que a bodas. Mientras, recojo trozos de sentimientos que encuentro en el camino, pero al final no los escribo. Y no escribo porque no siento…

Vengo poco, lo sé. Me entretengo con las rutinas de la vida común, en ese lugar en el que vegetan las cosas tristes entremezcladas con otras que a veces no lo son tanto. Leo en el periódico que ayer falleció el señor que traía a mi estantería los libros de Pessoa. Angel Campos se llamaba. Y me entristezco, sin saber del todo por qué. Estoy enfrascado en la novela de Stieg Larsson, un sueco que falleció un día antes de ver cómo se publicaba su ópera prima: “Los hombres que no amaban a las mujeres”. Y estoy perdido en ella. Y me gusta, porque no sé a dónde me lleva. A veces es mejor no saber a dónde uno va. Y comoquiera que me satisface lo que hace, hoy he comprado su segunda obra: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Un título raro, sí. Lo sé. Me dicen, se cuenta, se rumorea que es mejor que la primera. Ya veremos.

La verdad es que no sé porque escribo todo esto… Bueno, sí… Es que hace muchos días que no tenía nada que decir y la casa virtual hay que alimentarla de vez en cuando para que tampoco se muera… de pena.

El p--- niño...




Últimamente traigo con demasiada frecuencia a mi refugio virtual las historias de esos pequeños artefactos con patas y sin sentimientos que pululan por mi hogar, pero es que creo que están en una edad en las que sus acciones u omisiones merecen un hueco entre mis serias divagaciones…

Esta misma mañana me encontré con el maestro del simpático ser que con cinco años a sus espaldas juega por las habitaciones de mi casa a ser pirata, y me preguntó si ya no hacía deporte. Hago lo que puedo, le contesté. De vez en cuando cogemos las raquetas, salimos de paseo,… lo poco que me permiten el trabajo y los niños, seguí justificándome. Pero ¿por qué me preguntas eso? El maestro, a quien conozco desde mi propia infancia, si es que tuve, me contó que hace unos días pidió a los niños de la clase que describieran a su padre… y todo fue bien hasta que le tocó el turno al mío. Uno explicaba que el suyo era alto y trabajaba en el Ayuntamiento, el otro describía a su progenitor como alguien muy bueno que le daba chucherías, el de más allá… El mío, cuando le tocó, me describió escueta y fielmente, según su leal saber y entender: Mi padre es un gordinflón que trabaja en una oficina.

Tengo que ponerme a dieta ¡ya!

El sitio de su recreo...

Allí estuvimos… luchando con gigantes en un mundo descomunal, midiendo el ángulo formado por ti y por mí en una décima de segundo más, con la chica de ayer que jugaba con las flores de mi jardín, dejándonos llevar por su azul, sin esperar jamás…

Y allí disfrutamos… en el mismo sitio de su recreo.





Hay algo más, recuérdame que hay que ordenar su habitación.

Lo sé



Si pudiera besarte… comprobarías que alrededor de esta antigua efigie merodean, esperando su momento, un montón de sentimientos. Y si pudiera abrazarte… sabrías que el calor que guardé en mis ramas para ti era sol rebosante de pureza. Más sólo puedo pensarte… por el desliz de una vieja estación que este año me ha regalado un puñado de silencios en sus vientos y muchas cavilaciones en sus aguas.

Ahora estoy más tranquilo, sabiéndote detrás de la puerta. Ahora, en la intimidad de este rincón, hablaré despacio con tu fantasma y le diré al oído cosas que nunca soñó, recuerdos que no pueden ser escritos para no dejar ni una sola huella que los delaten, verdades que dejaron escapar una oportunidad que se apareció como inmejorable,…

No mires para otro lado. Sabes que estas palabras son para ti. Puede que la niebla en su espesura me impida saber quién soy, pero recuerdo con claridad de dónde vengo.

Suena en la voz de Antonio Vega “la chica de ayer”…

Otra de niños…



- Mamá, tienes una arruga aquí y otra allí… ¡Estás vieja! - le dijo con esa crudeza que sólo poseen los que viven en una edad infantil mientras señalaba con dedo acusador un punto muy concreto de su rostro.

- ¡Niño! ¡Eso no se le dice a una dama! - interrumpí inmediatamente lo que seguro no iba a acabar bien y para enseñarle a tener una buena postura ante la vida, como sólo un buen padre como yo es capaz de hacer – A una señora no se le dicen esas cosas tan feas. Hay que hacerle sentir bien, se lo merece, y decirle que está muy guapa, que el vestido que se ha puesto le sienta bien,…

Me miró sorprendido y se dirigió de nuevo a ella, como si yo no estuviera en la habitación: - Mamá, estás muy guapa y tu vestido es muy bonito… pero también estás muy vieja porque tienes una arruga aquí y otra allí.

 
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