Sin ti no “Hai ti”


La vida es una tragedia para los que sienten, y una comedia para los que piensan.
Jean de la Bruyere

Intento asimilar la hecatombe dentro de mí y el yo que percibe las emociones me dice que está a punto de rebosar, que no entra una sola imagen que refleje angustia o padecimiento en mi cerebro. Observo detenidamente las acciones y reacciones de la opinión pública sobre el terremoto que ha asolado Haití. Y cuanto más dolor retengo, más me dice mi raciocinio que el mundo está mal hecho, que casi nada funciona bien. ¿Cómo se puede aguantar tanto sufrimiento? ¿Cómo es posible que estemos inmunizados a las imágenes que recibimos a través de la caja tonta o la pantalla del ordenador? ¿Cómo podemos obviar que antes de la catástrofe los que han sobrevivido ya eran muertos en vida y tampoco hicimos nada por ellos? ¿Cómo podemos seguir con nuestras rutinas y olvidar en unos días lo que ha pasado? ¿Basta con una simple aportación dineraria en una cuenta bancaria para purgar nuestras conciencias? ¿Es suficiente el propósito de no olvidar lo sucedido para reconfortarnos, para seguir viviendo en paz?

Un conocido me dijo una vez que hasta para morirse hay días buenos y días malos. Y con las catástrofes, ya sean atentados, ya sean producidas por la Naturaleza, creo que también. Son diferentes a nuestro sentir según el lugar en el que ocurran.

El día que derribaron las Torres Gemelas “sólo” (va entrecomillado porque ese sólo también es un sólo gigantesco, aunque en este párrafo lo voy a hacer pequeño) murieron alrededor de tres mil personas y, sin embargo, durante más de un año estuvimos pendientes de las noticias que nos llegaban desde ese lado del Atlántico. Cientos de reportajes colapsaron nuestras arterias, colaboramos en la búsqueda de sobrevivientes, seguimos con pasión lo que fue la vida de muchas de las víctimas, el padecimiento de sus familiares y amigos después de los sucesos. Nos apenamos con ellos, llegamos a sentir en cierto modo que todos éramos parte de aquel ataque a la razón… Creo que a pesar del tiempo transcurrido seguimos sintiendo esos hechos como algo que también nos pasó a nosotros.

En el Tsunami de Sumatra (he tenido que buscar el nombre del lugar donde las olas arrasaron la pobreza porque no lo recordaba) fallecieron alrededor de 230.000 personas. Y aunque al principio estuvimos todos y todo el día pendientes de lo que pasó, en dos o tres meses desapareció la catástrofe de nuestras vidas y casi nadie se ha vuelto a preocupar del fatídico siniestro, de averiguar cómo está en la actualidad la zona, si todavía es necesario ayudar, si llegó nuestra ayuda hasta los necesitados… Creo que la duración de esta desgracia en nuestras retinas se debió a la “novedad”. Era una catástrofe nueva, otra forma de devastación y retuvimos durante más tiempo en nuestras cabezas sus consecuencias. Nada más. Si esto que digo no es así hagan memoria: ¿Alguien se acuerda del terremoto del año 2005 en Pakistan que dejó 126.000 muertos, 450.000 heridos y 4.300.000 personas damnificadas? ¿Y del terremoto de Indonesia del año 2006 que dejó más de 8.000 muertos? ¿Y del de Pisco en Perú en el año 2007 que mató a más de 1.000 personas? ¿Y del de China en 2008 en el que fallecieron casi 100.000 personas? Todos ellos duraron en nosotros lo que duró la información en las noticias o en la primera página de los periódicos y los muertos acabaron escondiéndose, como siempre, detrás de una cifra, de una mísera cifra. A mí, cuando menos, las imágenes de todos ellos se me confunden y como los telediarios no han vuelto a ofrecernos reportajes, documentales o noticias de esos lugares tengo la sensación de que nunca ocurrieron. O que sucedieron muy lejos de mis sensaciones.

Ahora es Haití, la damnificada. Un país que ya era pobre antes. Un lugar olvidado por el resto del mundo hasta que un gran terremoto lo ha devuelto a la actualidad. Y es increíble comprobar cómo el ser humano (que en este caso también soy yo) se acostumbra a todo, incluso a lo más amargo. A ver vivos entre los muertos, entre el gris de los pesados escombros. A escuchar que cien mil vidas perdidas no son nada más que un número. A ver cómo los perros dejan de ladrar entre las ruinas de lo que fue Puerto Príncipe porque ya no queda vida. A palpar esa conmoción general que hace que los hijos de Papá Doc deambulen sin ton ni son por calles apestadas de cadáveres y heridos. A ver miembros seccionados en mitad de lo que fue un parque. O muertos blanquecinos entre cascotes. A sentir la putrefacción, la ruindad de las bandas callejeras o la insensibilidad más absoluta ante el llanto de los niños.

Me vienen ahora a la memoria el Prestige o el incendio de Guadalajara, pequeñas desgracias (digo esto con absoluto respeto) si las comparamos con la de Haití. Entonces nos movilizamos para exigir la dimisión de los dirigentes que no habían hecho su trabajo, justicia para los afectados, compensación para los familiares de los fallecidos, cárcel para los culpables y un largo etcétera de demandas y querellas. Justas todas ellas, probablemente, pero “absurdas” ante el tamaño de lo sucedido en el Caribe ahora. Y yo me pregunto: ¿Qué pasará en Haití mañana? ¿Procesarán a los responsables de una construcción sin control que ha hecho caer las casas como fichas de dominó? ¿Meterán en la cárcel a los que corruptamente se han apropiado durante años de los dineros de su pueblo y no han realizado las infraestructuras necesarias que hubieran evitado en parte tanta bestialidad? ¿Devolverán sus vidas a aquellos que aún vivos ya están muertos? ¿Castigarán a los que guardaron en un cajón las recomendaciones de los que sabían? ¿Volverán a caer en los mismos errores?

Desgraciadamente creo saber las respuestas a las preguntas. Sin embargo voy a abrir una pequeña puerta a la esperanza. Pero eso será mañana, que hoy no tengo tiempo.


Corre por si acaso….


Llevo algunos años buscando la Navidad en lo más alto del Sur, a quinientos y pico kilómetros del lugar donde resido y pienso. Llevo algunos años intentando deslizar mi cuerpo sobre dos tablas que casi nunca me hacen caso. Llevo algunos años viendo cómo unos pequeños seres que viven en mi hogar se desplazan mucho mejor que yo sobre esas tablas del demonio, como si las llevaran puestas de serie. Llevo algunos años viendo cómo disfrutan los míos, familia y amigos, de ese frío blanco de diciembre que adorna las ramas de los árboles de luces de colores y nieve. Llevo algunos años adelantando en la autovía a los Reyes Magos para que no lleguen antes que yo a casa…

Y este año no podía ser de otra forma. En la tarde del día 5 de enero y alejándome poco a poco de la ciudad que vio llorar al último rey nazarí, pude observar que por un camino paralelo a la carretera que me traía de vuelta circulaba lentamente una carroza con tres sujetos disfrazados de Reyes Magos (Esto lo cuento así por si alguno todavía no sabe que los reyes somos los padres y Juan Carlos y Sofía). Nos saludaron efusivamente al pasar. Por el espejo retrovisor pude ver la cara del pequeñín: Habíamos adelantado a los Reyes y no se encontrarían la puerta de nuestro hogar cerrada a cal y canto. Llegaríamos antes que ellos para dejarles, como todos los años, agua para los camellos, algunos dulces que luego me tengo que comer yo y los zapatos de cada cual colocados a los pies de la chimenea (Esto lo he visto en algunas películas y la estampa es muy bonita, preciosa diría si no fuera un poco cursi).

Doscientos o trescientos kilómetros más tarde – que da igual para lo que voy a contar – paramos a tomar un café, a estirar las piernas y a otras cosas que aquí no se deben explicar. Pero no elegimos bien el sitio porque había que atravesar un pueblo y a esas horas los cincos de enero en las calles principales de todos los pueblos se desarrolla con algarabía y alboroto la famosa Cabalgata. Y nos pararon. Y tuvimos que abandonar los coches para verla. Todos bajamos ipso facto. ¿Todos? ¡No! El pequeñín se quedó dentro del coche y cuando le fui a buscar me dijo absolutamente sorprendido: ¡Ya están aquí!

En su pequeña cabeza no encajaba algo. ¿Cómo era posible que nos hubieran adelantado si iban montados en un artefacto que no pasaba de dos por hora y nosotros íbamos en un “supercoche” con un montón de caballos y “nosécuantas gárgolas”? ¿Cómo podíamos haberlos dejado en el camino y ahora estaban delante de nuestras narices? Son Magos, le dije, por eso ya están aquí, por eso han llegado antes que nosotros. Sobra decir que mis explicaciones parecieron convencerle y bajó del coche. Y recogió tantos caramelos como pudo…

Veinte minutos después, cuando volvimos y me disponía a salir de nuevo a la carretera, me dijo convencido y a voz en grito: ¡Papito, date prisa y corre todo lo que puedas!

Serían Magos, pero él no se fiaba. Y bien que hacía, que luego pasa lo que pasa...

 
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