Pablo…


Ayer disfrutamos de la pintura, el sonido y la palabra en una mezcla perfecta. No ha sido la primera vez. Tampoco será la última. Pablo nos invitó a descifrar con letras su arte y el resultado fue, como no podía ser de otra manera, espectacular. Quince de sus obras para quince autores, amigos, autores amigos… En la presentación, la música y la palabra fueron susurradas e interpretadas por el talento de los niños mientras la imagen se fusionaba con ambas y vigilaba desde las paredes blancas del claustro que nos vio crecer.

Gracias, amigo, por ser así. Gracias, amigo, por contar conmigo…

A mí me puso en suerte un dibujo en el que una pluma, de las de siempre, de las de tintero antiguo, de las de borrón y cuenta nueva, nos enseña su figura en plenitud… y yo, que entiendo lo que entiendo cuando lo entiendo, que siento lo que siento cuando lo siento, que veo lo que veo cuando no miro, que transformo a mi antojo y conveniencia lo que cae en mis manos, le entregué un texto antiguo que ahora, para mi estado de ánimo, encaja perfectamente en este espacio y en este tiempo.



Ahí la tienen, por si no me creen.


La copa en que libo...

Si la copa en que libas, si el labio que oprimiste
acaban donde todo comienza y se concluye,
piensa que ahora eres el mismo que ayer fuiste,

y más allá no harías nada más que aquí hiciste.
Omar Khayyam

No ambiciono ser lectura, acaso llegar a ser una página en blanco en los límites de tu cuerpo. No pretendo escribirte en la noche, quizás redactarme en los suaves trazos que perfilan tu materia. No deseo palabras lejanas que cuenten nada, tan sólo conjugar aquellos verbos que se atrevan a describir tu ser. No ambiciono otra cosa que no sea poder sentir lo que dentro de mí cuenta en secreto tu alma. Y contárselo a los demás para que me crean.






Posdata: Feliz Navidad, si es que existe, a todas las personas de buena voluntad. Y a las que no la tienen, también.

En la ciudad última…


En el ancho estrecho de la clara oscuridad
vivo copiando palabras que se dejan numerar…
Por el claro oscuro de la estrecha anchura
paso buscando números que se puedan "palabrar"...

En la ciudad última cuadrará el círculo de nuevo, se cerrará el tiempo para nosotros. Y para los que fueron como nosotros... Sé que será allí, a la orilla misma del sosiego. Junto al bronce del muelle del Rey antiguo seremos testigos privilegiados del acontecer y comprobaremos con asombro – porque a pesar de todo, todavía cabe la sorpresa - cómo en medio de esa apacible bruma, de esa extraña tranquilidad, una sombra sonríe. Y no dice nada. Porque al que todo sabe no le hacen falta palabras. Y luego vendrá el río con su majestad. Y se encargará - como sólo él sabe cursar - de la lluvia caída, para que llegue despacio hasta el mar de la media luna, en una expedición infinita, sin retornos, sin preguntas vanas, sin respuestas indeseadas. Siempre fue así en la tierra que guarda la paz. Siempre será así donde reside la saudade. Por eso sé que en ese enclave está el final. Entonces, descubriremos que el Reparador de Sueños nos ha estado guiando durante todo el camino y que gracias a él y a sus mágicos abracadabras hemos podido llegar hasta el lugar donde las heridas curan sin remedio. Y no hará falta que nadie sople más, porque el viento de la noche se habrá llevado las nubes que colmaron y calmaron una sed que nunca pedimos, que jamás tuvimos.

No sé cuándo ni cómo - tampoco me preocupa -, pero hoy siento que hay que iniciar ese viaje. Sin dilación. El futuro, si es que existe, no espera…

Abracadabra, pata de cabra… yo este conjuro voy a hacer, me tienes que creer… Abracadabra, pata de cabra…

Una frase…


- Usted me da una frase y yo le construyo un sueño… A veces me las arreglo con una sola palabra…

- ¿Cómo dice?

- Que si me cuenta qué le preocupa, qué le acongoja, en cinco minutos le invento una ilusión y se olvida del problema. Tenga en cuenta que llevo desde que tengo uso de razón haciéndolo. Fabrico sueños para los demás, ese es mi oficio. Hay gente, más de la que usted cree, que no sabe hacerlo, no sabe vivir. Y yo tengo esa virtud, caballero. Invento historias. Una cada cinco minutos. A veces, incluso, tardo menos en hacerlo. Después, como un buen sastre, tomo las medidas del paciente y se las adapto al cuerpo. Es muy importante saber el tipo y el tamaño que se necesita en cada ocasión… No hay dos personas iguales. Tampoco existen dos sueños iguales… Perdone que no me saque la mano del pecho pero el otro día me robaron la cartera…

- Ya, pero eso no vale para nada…

- No se equivoque. Lo más importante que se puede hacer es soñar, aunque sea mentira. Tener un sueño a mano siempre es un buen recurso para los afligidos. El mejor, me atrevería a decirle. Aunque uno sepa que después no se va a poder cumplir. Debe usted saber que muchos son imposibles, irrealizables, inabarcables... Soñar es gratis y mientras dura, cuando uno tiene un buen sueño preparado, la ilusión por él ciega otras muchas cosas feas. Por cierto, esa bata blanca no le sienta bien, debería cambiar su uniforme…

- ¿Cómo dice que se llama?

- Creí que se lo había dicho... Bonaparte. Napoleón Bonaparte.




Sé que he tardado un poco en volver, pero esta mañana, muy temprano, he tenido que ir a buscar el sol. A ver si acaso con la luz…

De fondo suena The boxer... Simón & Garfunkel... Lai la lai…

Un tren a Lisboa…



No sería capaz de describir el más pequeño pormenor del viaje, el más pequeño trecho de visible. He ganado estas páginas por olvido y contradicción. No sé si eso es mejor o peor que lo contrario, que tampoco sé lo que es. El tren afloja, es el Caes do Sodré. He llegado a Lisboa, pero no a una conclusión. Fernando Pessoa.

Sueño un tren que me lleva a Lisboa… Que parte en la noche desde la casona de la “agüela” y recorre despacio la ciudad que un día me vio nacer. Hay preparadas dos mochilas – siempre dos, no lo olviden - con cuatro camisetas, dos pares de calcetines, una cantimplora, cinco engatusados besos para alargar horarios y mucha ilusión. Los besos no los doy yo. La anciana sonríe... Y ese tren, tranquilo en su traqueteo, lento en el caminar, me llevará hasta aquel pueblo de Las Hurdes que contaba con las estrellas más grandes del mundo. Y parará otra vez, para mí, para que las contemple, para que sienta la luz blanca difuminar la consciencia… hasta que me venza el sueño. Despertaré en otro lugar, junto al riachuelo que vive al lado de la gran encina, la más hermosa, la dueña de nuestros secretos, los más lejanos, los que se aferraron a las esperanzas de la sierra madre. Entonces, mientras la mañana refleja mi recuerdo entre la sombra de aquellos pinos, escucharé el silbido del revisor y una voz gritará de antiguo: ¡Viajeeeros al treeen! Y yo, viajero siempre, trotamundos de pensamiento, palabra y omisión, peregrino de anhelos, retornaré a mi asiento, esta vez de primera clase, y retomaré la vida. Más tarde, sólo un poco más tarde, se detendrá en el Foro de los nietos de la loba para que hable con la juventud. Y robaremos cosas. Y llenaremos el cuento con miles de japoneses con cámaras telescópicas. Y reiremos con saña, como se ríe a esa edad...

Después seguiremos al destino. El bailado y pausado traqueteo del viejo tren aliviará los sobresaltos de un viaje inesperado. Y en la frontera desaparecerán las vías para siempre. Para llegar a la ciudad última, a la Lisboa del mar por Alfama, al cachazudo Lusitania le bastan “caminhos do Ferro”, que son más poéticos y más gráciles que nuestros serios raíles. Y yo, ahora, prefiero cosas que no pesen… Santa Apolonia y Chiado me esperan, las calles con cuestas y el olor a mar también. Pessoa y lo incierto, tal vez. Y acaso volveré a ver las lecturas que se me cayeron, las que se callaron aquel día de lluvia. Y buscaré entre los cachivaches de Ladra el sosiego. Y encontraré la saudade en la cafetería de los escritores antiguos y los poetas bohemios que se fueron, junto a la estatua de bronce… en cualquier rincón, en cualquier esquina, en cualquier lugar de la Vieja Dama.

Sueño un tren que nos lleva a Lisboa… En el entretanto, espero tranquilo en el bar de una estación.

Sueños…


En la imagen hay un solar abandonado. Y dos personas, frente a frente.
Una niebla espesa difumina de sus caras los rasgos que definen quiénes son, quiénes pueden ser, quiénes no serán, quiénes serán cuando haya luz.
Se ven pero no se alcanzan. Se miran, se estudian en la distancia, …
Veo más cosas, pero no me detengo a contemplar las circunstancias que dan lugar al todo. Es posible, no probable, que alguna vez uno de los dos hubiera estado antes en aquel lugar. Con otras caras. Con otras vidas. Con otra edad.
Desconozco si es como lo percibo. Tampoco lo intento averiguar porque me invade el sopor cuando intento pensar en ello.
Uno de ellos soy yo, termino siendo yo.
Giro el cuerpo a derecha e izquierda. Miro hacia atrás. No hay nada. Las otras cosas son nada.
El vacío rodea mi cuerpo.
Lo único que queda está en el frente. Y no sé quién tengo delante. O sí.
La niebla va desapareciendo, poco a poco.
Descubro lentamente la visión y me aferro a lo que no quiero ver.
Se van borrando los cuerpos.
Al final se pierden… como se pierde en el olvido casi todo. O no.
La historia vuelve a empezar:
En la imagen queda otra vez el solar abandonado. Y dos personas frente a frente.
Entonces me despierto… O tampoco, que todo es posible.


El maullido...


Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.
Pablo Neruda.


En la aterida y temprana mañana de aquel domingo se acercó hasta mí para preguntarme si le invitaba a un café. ¿Quiere usted también una magdalena?, le dije convencido sorprendiendo a mi desconfiada inteligencia, a la recelosa sospecha por la presencia mal vestida de un extraño. ¿Por qué le tendría yo que invitar a una magdalena si no lo conozco de nada?, pensé. Me vendría muy bien, gracias, porque no he comido nada desde ayer, alegó en un tono que en otro momento hubiera parecido una excusa.

Volvió a la mesa, la única vacía de aquel bar, y con un gesto torero y desenfadado hacia una de las sillas que le rodeaban me incitó a acompañarle. No sé por qué, pero me senté con él. Durante diez o quince minutos o yo qué sé cuánto tiempo no hablamos, ni una sola palabra se cruzó entre nuestras perdidas miradas. Creo que él observaba el horizonte. Y yo tampoco. Dio buena cuenta del desayuno y tras limpiarse con una servilleta de papel como sólo saben hacerlo los señores en el después de un festín, me miró a los ojos y dijo: ¿A usted no le “aúllan” los gatos?

Tampoco sé por qué pero en aquel momento no me sorprendió la pregunta. O sí, que ahora no lo recuerdo bien. Le quise decir que ya me había maullado alguno, pero le contestó mintiendo la otra voz que habla por mí cuando estoy en el lugar donde se esconden las palabras: Todavía no.

Se levantó de la silla, se puso un raído abrigo gris, ajustándose un sucio fular al cuello y se marchó. Un segundo antes de abandonar la cafetería y dejarme con la soledad y un café medio vacío como únicos compañeros se dio la vuelta y me dijo: ¡Ya le aullarán!

Entonces supe que ese día los dos estábamos ocupando un mismo espacio. Y aunque aún no me había dado cuenta, su experiencia ya lo sabía.

Para Qq.
Él sabe por qué,
aunque no sepamos el cuándo.

Despierto y veo...



Despierto de aquel día de sol y veo tus pies sumergidos en el verano de la fresca y pura orilla del Sur. Hay una mirada perdida en el horizonte, tal vez intentado llegar hasta la ultima línea del último confín con el último pensamiento, acaso preparando un camino imposible o ajustando las cuentas que no le cuadran al alma. Intento seguir tu estela, acompasando ese pensamiento con vivencias que llegan hasta el fondo, mas no alcanzan el lugar donde cobijo la inteligencia y la razón. Sé que quisiste imaginar el paisaje sin haber estado allí, pero hay campos que no se pueden ver ni en sueños, amigo.

En determinados estados del ánimo, las palabras huyen del papel para alojar sus miedos en el conocimiento. Atropellan los sentimientos e impiden, de algún modo, coordinar el lenguaje, expresar lo que se quiere decir. En ese momento sólo apetece gritar, liberar miserias. Hoy los alaridos que arrancan y arrasan mi garganta son tan desgarrados que siento que el cielo se abre ante mí y las nubes se apartan para que pueda ver el camino por el que te fuiste. Hoy tengo una vieja pluma nueva que me ayudará en el después a reescribir lo vivido y lo amado, hermano.

Mañana seré yo el que invada ese lugar, el que cuando sienta el agua mojar mis pies, mirará hasta el final desde la base del continente, buscándote. Entonces me dirás, con la verdad que sólo tú me decías las cosas, que enarene el recuerdo intranquilo y amase con ternura lo de ayer. Y yo, obedeceré. Y tú, desde esa parte, desde el azul infinito, desde el lugar donde se pierde la última raya, me dirás otra vez que todo está bien. Y yo, por fin, reconfortaré mi espíritu sabiéndote a mi lado mientras buscamos juntos esperanzas y alegrías.

Buen viaje amigo, buen viaje hermano.

J.R.

Y un día...


Disfruté tanto tanto cada parte

y gocé tanto tanto cada todo,
que me duele algo menos cuando partes
porque aquí te me quedas de algún modo.

… Si uno fuera a llorar cuando termina
no alcanzaran las lágrimas a tanto…

(Silvio. Requiem. Frag.)

Y un día dejará de llover detrás de nuestros cristales. Juntaremos las manos y saldremos de nuevo al campo, todos juntos, como hicimos siempre, a respirar aire puro. Y comprobaremos que el sol sigue saliendo por donde solía para que las flores nos puedan enseñar sus colores; que los árboles, presumidos, mecerán sus ramas a nuestro paso, más firme que nunca; que la tierra tendrá que dejar que marquemos en su cuerpo las huellas, esta vez sin rechistar. Y aunque todo parezca igual, sabremos por ese olor a tierra mojada que la hierba ese día es más fuerte y más verde que nunca.

Entonces seremos libres para quitarle poder a la vida, para arrebatarle de un tirón sus oscuras estrategias, para robar impunemente lo que sólo fue capaz de expoliar en la desdicha, en el más mínimo descuido de aquel ser. Porque tenemos derecho. Por eso lo haremos. Y porque somos muchos y no se nos vence fácilmente…

Estaré allí, estaremos ahí...

Y en nuestra orquesta los cobres destacaron sobre los demás sonidos, tapando el desgarrador aullido de los violines.

A San.

(…) Así como tu cuerpo era de frágil,
enérgica y viril era tu alma.
De un solo trago largo consumiste
la muerte tuya, la que te destinaban,
sin volver un instante la mirada
atrás, tal hace el hombre cuando lucha.
Inmensa indiferencia te cubría
antes de que la tierra te cubriera.
El llanto que tú mismo no has llorado,
yo lo lloro por ti. En mí no estaba
el ahuyentar tu muerte como a un perro
enojoso. E inútil es que quiera
ver tu cuerpo crecido, verde y puro,
pasando como pasan estos otros
de tus amigos, por el aire blanco
de los campos, vivamente.
Volviste la cabeza contra el muro
con el gesto de un niño que temiese
mostrar fragilidad en su deseo.
Y te cubrió la eterna sombra larga.
Profundamente duermes. Mas escucha:
Yo quiero estar contigo. NO ESTÁS SOLO.
(Luis Cernuda)


A Consum.

Estaré allí, cuando despiertes. Cuando decidas volver de ese oscuro rincón en el que ni el tiempo, juez implacable, se atreve a pasar verás que alguien se acordó de quién eres o cómo fuiste un día.
Estaré allí, junto a tu sombra. En la rutina del silencio me encontrarás vigilante y preparado por si fuera necesario acometer empresas para las que nunca estuvimos preparados, para las que nadie está preparado.
Estaré allí, en tu reverso. Cuando las traseras de tu memoria decidan recordar los hechos que te llevaron a ese espacio infinito en el que sumerges la mente, tan sólo tendrás que silbar o extender la mano para sentir de nuevo el calor de un ser humano.
Estaré allí, en la conciencia. Porque la conciencia no permite el descanso hasta que alguien decide apoyar los sufrimientos más íntimos, los sentimientos imposibles, los que acompañan a uno en la soledad...

Estaré allí, no lo olvides.

Estaremos ahí, por si lo olvidas.

¿Razonamiento lógico?

Hacía tiempo que no traía a este lugar a esos extraños seres que convierten mi casa en un hogar, pero el sucedido de ayer creo que merece ser contado para que estén preparados si les ocurre algo parecido.

Por mandato expreso de un simpático profesor, compré un instrumento musical en la tienda de un amigo para un chaval de siete años que vive conmigo y que cuando sea mayor quiere ser como Camalardo, su personaje favorito de los dibujos animados.

Las instrucciones eran claras: Marca XX, modelo XX, color XX. Y así se hizo. O así se tenía que haber hecho, porque cuando desempaquetamos aquel artefacto la sorpresa del niño fue mayúscula – la mía también, por qué no decirlo - y el aparato era más grande de lo previsto, más dorado de lo esperado, más instrumento de lo que iba a tocar en su vida, más caro, incluso, que el que usaba el profesor, más… Algo no cuadraba. El señor de la tienda se había equivocado y nos había dado uno que valía cuatro veces más que el que habíamos adquirido. Pagué un Seat 600 y me llevé a casa un Mercedes último modelo con todos los extras. Más o menos.

Llamé a la tienda y les comuniqué el error. Gracias por la llamada, me dijo aliviado el comerciante, porque antes o después - justo en el momento en el que advirtiera que faltaba en la colección la trompeta de Louis Armstrong, pensé yo -, me habría vuelto loco buscándolo…

Entonces sucedió. Cuando colgué, el pequeño me miró con cara de sorpresa y me dijo: ¿Por qué has llamado?, ¡Nos lo podíamos haber quedado, tonto!

En ese momento de debilidad es cuando un buen padre como yo tiene que hacer ver a un chaval cómo son las cosas, cómo hay que actuar en esta vida, cómo hay que respetar las reglas y ser honrado siempre. Yo no me puedo quedar con algo que no es mío, le contesté. Piensa que si me hubieran dado otro peor hubiera llamado a la tienda y me lo habrían cambiado también. Además, si no lo hubiera devuelto, no me sentiría bien.

Después de unos instantes de reflexión se dirigió de nuevo a mí convencido: Yo también fui honrado una vez.

La seguridad de su reflexión me hizo ver que la conversación iba a tirar por unos derroteros que no eran los deseados pero no tuve más remedio que continuar y escuchar su disertación: Un día, en el cole, me encontré un Gormiti. Era el que más me gustaba porque era el número 1 de la serie agua, pero al final del recreo vino un niño y me dijo que era suyo. Entonces se lo tuve que devolver…

A pesar del pequeño matiz que introdujo y que va desde la obligatoriedad (se lo tuve que…) a la deseada voluntariedad (se lo devolví), le dije que había hecho muy bien y que no era tan difícil renunciar a lo que no es de uno.

Pensé que aquella frase iba a poner el punto final a lo que nos traíamos entre manos y había entendido el mensaje. Sobra decir que no fue así. Se dio la vuelta y abandonó la estancia, sentenciando con aire de suficiencia: Tienes razón porque yo tampoco me sentí bien cuando se lo di.

Anuncio de otoño...

Un pavoroso ventarrón sopló sobre mi existencia, llevándose parte de los tejados y las cornisas de la ciudad que me vive. Un terrible y repentino aguacero se desplomó sobre mi conciencia y arrancó los árboles de mi calle, desparramando a latigazos sus hojas en un otoño súbito. Una inmensa granizada se precipitó al vacío de mi alma, colapsando los tragantes que alivian la cordura de mi barrio. Un amargo festival de rayos y centellas se rebeló en la memoria, revelando parques sin niños o jardines sin flores en la anegada oscura oscuridad de aquella noche.

El después fue un inmenso mojito de hojas machacadas entre el agua y el hielo acumulado. También un correr y no parar entre katiuskas con olor a alcanfor rescatadas del olvido. El paisaje terminó adornando su vestidura con lo que fue la vida de miles e incautos gorriones que esta vez, como nosotros, no vieron venir lo que se avecinaba. El silencio sepulcral de la mañana da fe de lo que digo. Perdón, quise decir de lo que escribo.

En el mucho después, en la seca recogida de la catastrófica catástrofe, se hicieron cientos y cientos de montones verdes para que las máquinas se dieran un merecido festín. En mi calle, sin embargo, ahí siguen ocho días más tarde. Han empaquetado la tormenta y la han dejado ahí, tal vez para que recordemos lo que puede volver a pasar, acaso como un serio aviso de lo que irremediablemente volverá a suceder mañana.


NOTA: Las fotos han sido sacadas de internet al azar. Mientras estuve achicando agua se me olvidó hacer alguna que diera fe de lo que pasó.

A pesar…


Dime por favor donde no estás
en qué lugar puedo no ser tu ausencia
dónde puedo vivir sin recordarte,
y dónde recordar, sin que me duela.
Dime por favor en que vacío,
no está tu sombra llenando los centros;
dónde mi soledad es ella misma,
y no el sentir que tú te encuentras lejos.
Jorge Luis Borges.

A pesar de esa distancia de los últimos meses que ahora comprendo – compañero del alma, tan temprano -, la memoria que reflejo me contaba que estabas ahí, detrás de los recuerdos más cercanos, en un despacho repleto de casas por hacer, en un aula gris de un antiguo palacio, en un viaje interrumpido por la suerte, en apuntes de Derecho subrayados, en una reunión de viejos amigos por celebrar, en una larga conversación a media mañana… A pesar de que la vida aleja a cada cual por su vereda – un manotazo duro, un golpe helado - , el encuentro fue común en nuestros días y el verdadero apego, el que llegó desde la infancia y vivencias paralelas, nunca perdió su compostura. Cuando la ausencia se hace presente sin previo aviso, cuando la desgracia rompe en un momento la rutina – y sin calor de nadie y sin consuelo, voy de mi corazón a mis asuntos -, se agiganta el valor de la amistad y un profundo agujero barrena el alma. Y es para siempre. Entonces se añora lo vivido y se teme el ahora como si uno mismo fuera parte de lo que no le sucedió.

Ayer, cuando partías, comprobé que todo puede ser diferente si hay un sentido final para lo que hacemos, si somos capaces de apartar la rutina material de una existencia, si somos capaces de creer que hay algo más detrás de aquella puerta que lo cierra todo - que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero -. Y es que llegamos a ser tan necios que programamos los mañanas sin disfrutar de lo inmediato, de esas pequeñas cosas que hacen más grande – y más feliz - a un hombre si supiera que en cada momento, en cada instante, hay algo de valor que aprovechar, algo para querer, todo para disfrutar. Por eso quiero que sepas que he roto esa agenda repleta de citas sin escribir que guardaba en un cajón para el mañana y que ya no voy a cumplir, no pienso cumplir. Intentaré vivir día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, para no perder nada en el camino que luego me pueda hacer falta. A mí o a mi alma, si es que tengo.

Hoy sé que tú lo supiste ver.

Buen viaje, amigo. Buen viaje, Antonio.

Copenhague ...











Y de repente…


Y de repente, las ganas. A los pies de las Marismas me dijo el que sabía, el que siempre sabe, el que no descansa, que a veces es así, que no tiene importancia alguna la indolencia porque la vacación en el diario, en lo que uno hace cada día por costumbre, es necesaria. Sencillamente no es el momento y otras ocupaciones, acaso más importantes, rellenan el hueco que dejan la pluma y el tintero en la mente. Es tiempo para recopilar o asumir, para empapar o embeber, para observar y absolver. Del mañana ya hablaremos…
En ello estoy perdido…

Vivo en lagunas que poblaron los deseos de transmitir, de contar algo que me despierte y active el sopor que vegeta en mí y reflejo nítidamente en los demás, los que sin interés me acompañan. Ha pasado más de un mes desde el último esfuerzo. Hoy sé que es diferente porque se ha vuelto a poner en marcha el mecanismo que pone mi cuerpo delante del blanco inmaculado y me impulsa a contar cosas, aunque en el después no tengan sentido o posibilidad alguna de rehabilitación. O sean mentira, que todo es posible a estas alturas de la comedia. Tal vez ni siquiera estoy allí, donde la mar acuna con fandangos y alegría el continente, y el todo fue soñado.

No ha cambiado nada. O cuando menos eso quiero creer. Los acontecimientos de los últimos meses permanecen inalterables. ¿Acaso son inalterados? Una llamada confirma lo que digo aunque no soy dueño de la certeza que tranquiliza el absoluto, que adormece la falta de sosiego. Y es que esta vez sí importan los detalles porque cualquier cambio, por pequeño que sea, afecta al estado de ánimo.

El Sur sigue siendo un bullicio continuado. ¿O es continuo? Se siente y se padece de puertas hacia fuera. Y se vive al día. El ruido no se cansa nunca de gritar y el sueño, el que proporciona descanso a los sentidos, es cada vez más difícil. El silencio descansa en el lugar del que partí pero el intenso ¿o es inmenso? calor me impide ratificarlo y permanezco anclado a ese paisaje de azul infinito y sal, de despintadas barcas y puestas de sol imposibles, de blanca luna llena y mareas.

Hay frentes que hay que acometer sin pausa en el mañana. Mas mañana es hoy y en unas horas partiré en busca de lo que no perdí, de lo que siempre está ahí, en las traseras de la tranquilidad. Sé que de donde vengo y a donde vuelvo no son el mismo lugar. No importa y me conformo.

En el entretanto entretengo los pensamientos en este rincón secreto de sosiego donde la cabeza se mece al compás de las olas mientras suena de fondo una salve rociera. En el horizonte vive la sierra madre y el frío, la huerta y el agua clara. En la recámara diviso Copenhague y al Príncipe Hamlet perdonando la vida a su tío Claudio. Ser o no ser…

La bandera pirata...

Hace tres o cuatro años, en el jardín delantero de una casa del barrio que me habita, dos niños construyeron un refugio pirata con tablones y un mucho de “bricomanía” paterna. Como todo el mundo sabe, un refugio no es pirata si no tiene una bandera negra con una calavera y dos tibias blancas en todo lo alto que amenace a todo aquel que intente acercarse. Y aquí es donde el padre de esas criaturas, con mano izquierda, contándoles una película, con ganas de aprovechar el género, convenció a los niños de que la bandera roja y amarilla que tenían en casa desde que se la regalaron en la Junta por el aniversario de la Constitución, era de unos piratas malos malísimos que surcaron los mares en navíos de madera durante cientos de años en busca de oro y sangre; de ahí sus colores. Y además, para afirmar lo que les decía, esos filibusteros eran “de los nuestros” porque habían nacido en una inmensa mayoría en la tierra en la que vivían esos niños. Entonces pinchó solemnemente un palo de hierro en el césped y en todo lo alto empezó a lucir, presumida y limpia, (aunque un poco arrugada, eso sí) la constitucional bandera de España.

Se podía ver perfectamente desde la calle. La cabaña de los niños no, pero la bandera sobresalía por encima de la valla y cualquiera que se acercara por la zona podía verla. Entonces, los vecinos, extrañados, confusos, alarmados, empezaron a preguntarse qué Ministerio se habría instalado en aquella casa de la noche a la mañana, qué Instituto Oficial iba a abrir allí si ninguno sabía nada, cómo era posible que pusieran una Embajada en el barrio sin avisar a nadie y mil historias parecidas. Incluso, algún malintencionado empezó a correr el rumor de que el padre era de muy de derechas (en estos casos no vale ser simplemente de derechas) y por eso había puesto allí semejante tontería, para “fastidiar” a los demás. A ninguno se le ocurrió (se nos) pensar en que dos chavales soñaban y jugaban absolutamente felices a ser bucaneros, salteadores o corsarios detrás de la tapia y aquella bandera representaba para ellos algo que los distinguía del resto del mundo: era su símbolo y su orgullo.

Créanme, la historia que hoy les cuento es absolutamente verídica. Un poco adornada, pero verídica. La he recordado porque ayer, paseando, vi aquel mástil que un día la sujetó en el aire desnudo y solo. La bandera había desaparecido. No, no se asusten, no han cerrado la presunta Embajada, ni el inexistente Consulado, ni nada por el estilo. Tampoco se han cambiado de casa o el crecimiento les ha obligado a abandonar la niñez. Si yo fuera uno de ellos estaría absolutamente enfadado con la vida y nunca jamás volvería a ser pirata (entiéndanlo, los niños somos así). Desde que se produjo la eclosión balompédica sudafricana y España ganó el Mundial hay banderas piratas en cientos de balcones del barrio. La otra noche vieron por la tele a miles y miles de personas invadiendo las calles y las plazas con banderas rojas y amarillas, tirando cohetes y haciendo mucho ruido, demasiado ruido. Incluso, en la ventana del vecino malintencionado que les quiso denunciar, hay una más grande que la que ellos tenían en el jardín. Y así no se puede, con el barrio lleno de piratas ¿contra quién vamos? Si todos son malos malísimos ¿para qué sirve el juego?

Y van...



Van muriendo las olas a los pies de mi vida...

…Van llegando hasta mí tan despacio que ni siquiera percibo el frescor. Y ese frescor, esté uno como esté, no se puede dejar de sentir porque transmite primitivas emociones a los sentidos. Y ese frescor, viva uno comoquiera que viva, es fundamental para estar despierto, para saber que hay cosas ahí que merecen la pena. Ese frescor, tenga uno la edad que tenga, es el que hace que se disfrute de cada momento sin tener que esperar a mañana.

Tengo la fea costumbre de hacer años todos los años por la misma fecha. Y no he conseguido que éste sea una excepción. Juro haberlo intentado a base de ejercicio, no fumar, no beber y… y mejor lo dejamos ahí no vaya a ser que esto lo lea algún niño y me meta en un problema del que luego no sepa salir. Los acontecimientos que emboscan una existencia me llevaron a lugares donde se esquiva a la alegría, donde ya no se puede ser uno sin sus circunstancias porque esas circunstancias acabaron por nublar la esencia, la arrastraron sin piedad al segundo plano, al “luego me ocupo de esto que ahora no puedo”. Y no me conformo. Me rebelo y revelo al músculo que me dicta cuándo y cómo debo sentir que hay un hombre detrás de los impulsos que espera un nuevo día, que siempre espera un nuevo día, que no se cansará de esperar ese nuevo día.

Este año quiero tener una historia para contar que traiga de la mano cosas buenas. Este año quiero escribir cosas alegres porque nos hacen falta, sobre todo a mí. Este año quiero inventar ilusiones que nos saquen a pasear, si acaso las ilusiones pueden hacer tal cosa. Este año quiero sentir que hay algo más tras la puerta de las rutinas.

Sí, ya lo sé, al año que viene, por estas mismas fechas, estaremos hablando de lo mismo, pero no me negarán que por lo menos lo voy a intentar. De momento, como si fuera una burla para lo serio y para lo feo, he cambiado la cabecera del blog. Si no soy capaz de reírme de mí mismo ¿cómo voy a actuar ante los demás?

Un abrazo para todos los que de vez en cuando se pasan por aquí. Y para los que no, también.

Al volante...


Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
al luar y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra a la que llegar,
que sigo, ¿y que más puede haber en seguir sino no parar, proseguir?
Fernando Pessoa.


Has vuelto, amigo, del claro de luna y del sueño, de esa carretera desierta. Ya no vas casi despacio porque no hay Sintra en el horizonte del viaje a ninguna parte. Todo sucedió en un sueño, por otro mundo, por otra vida. El Chevrolet descansa a la luz de un farol, en las traseras de la Rúa de la Fraternidad. En tu silla, eternamente vacía, se espera lo que luego no vendrá. O sí, que nunca se sabe. La pena que te trajo hasta nuestra esquina cuando aún no habías partido se enjuaga en las calles de Lisboa, se disfraza en palabras de amor resquebrajado, se oculta en la noche esperando otra presa. Para siempre, por siempre, siempre…

Un viejo tranvía...


Lisboa es la ciudad de los tranvías. Viejos artefactos que circulan sobre raíles empotrados en el empedrado, guiados por cables de acero y provistos de incómodos asientos de madera barnizada mil veces y ventanas sin cerrar, artilugios que semejan juguetes antiguos de niño rico o juguetes de antiguo niño rico y que traquetean sin rubor por las estrechas calles tristes de la ciudad, cobijando bajo su techo a carteristas y personas de buena fe que mueven sin querer sus cuerpos al compás de los quiebros, al ritmo de un vaivén exasperado y esperado a la vez, debajo de balcones diminutos de hierro oxidado con ropa blanca vieja tendida al vacío y cuestas tan empinadas que uno tiene la sensación de que unas veces se dirigen directas al infinito y otras veces te transportan al infierno de cabeza. Y es el número 28, el amarillo, el que mejor describe esa esencia ferroviaria que se impregna por todos los rincones del casco histórico, el que recorre de Oeste a Este la irregular orografía de la Dama del Tajo. Y es ese Eléctrico 28 el que me lleva desde la parada más cercana a la Rúa Dos Douradores hasta el Castillo de San Jorge atravesando primero la melancólica Alfama, donde el triste Fado nació rasgado y vivió quebrado, y después el Barrio de Gracia, con sus imponentes miradores. Otras ciudades como Milán, Burdeos o Amsterdam guardan tranvías en sus estampas pero ninguna conserva ni el sabor a viejo ni el destino antiguo de los que recorren casi a tropezones la historia más íntima de la capital de Portugal.

Amália Rodrigues



La música de Alfredo Marceneiro acompaña un pincel que dibuja fielmente la extraña forma de vida que habita en esa ansiedad que te gobierna. En el cuadro que recoge para siempre el desgarro, el amor, los celos, el dolor y el pecado que uniformaron el fado en tu garganta, destaca la negra silueta de la Señora de la voz profunda, la imagen mítica de un grito en la viola. Amalia, pregúntale al viento qué pasó con tu país, tantas veces herido, mil veces llorado en las calles de Alfama. Cantora, pregúntale al sol por qué esconde la luz en tu plegaria. Porque Lisboa no existe sin esa voz. Porque en la soledad duelen más tus melodías. Porque tú, sin saberlo, fuiste esa ciudad.

Arrulla desde el terrado de los placeres a los súbditos de la Dama que no te conocieron, a los que no te oyeron, a los que nunca sabrán ya. Cántales un último fado desde el teatro de los sueños. Ellos, los nietos de Afonso Henriques, fueron siempre un pueblo agradecido y sabrán corresponder con aplausos hacia el cielo.

Pessoa



Con un viejo gabán como envoltorio, bajo la sombra de un sombrero que esconde la verdad y detrás de unas gafas que han visto demasiado, siempre hay un movimiento junto al hombre que amaba la quietud. Dame una palabra que describa lo que veo. Véndeme una expresión que explique lo que siento cuando piso aquellas calles. Flota en el agua la vieja ciudad mientras tú te hundes entre alcohol y poesía, entre soledad y mentiras. Te irás pronto, lo sé. Lisboa, minha amada, no olvides que los recuerdos descansan en el baúl de otro siglo, en un primer piso de Campo de Ourique.

El Tejo...


Bordeando la media luna arribas a Puerto Seguro. Fija atento la mirada José. El rey no se fía porque espera y desespera un viejo día de Todos los Santos que colapsará - otra vez, sí - la fatal causalidad de su amante más querida. Has llegado a tu destino. En la tierra que te arrulla no hay lamprea de semejante tamaño que pueda burlar los seculares ojos romanos de Alcántara como tú lo hiciste, ni ocultarse en el siniestro recorrido por el Monte Fragoso de los canchos y riscos donde vigila la rapaz de la carroña que nunca olvida que su alimento son los muertos. Y tú, lejos de desfallecer, recuperas el brío con la limpia ayuda de un desinteresado Zézere, ése que aportó savia nueva a tus intenciones. Ni siquiera aquella torre que llamaron de Belem pudo sacarte un mísero escudo por el viaje sin retorno y ahora, despacio, sigiloso, entras en la ciudad triunfante, a través de un ancho brazo que el hierro del presumido 25 de abril no es capaz de retorcer en su tramo final. Tendrás que escribir la obra más bella para tu amada, tendrás que sentir vaharadas de mar en las fosas nasales y vivir la eternidad en su regazo. Esa es tu condena. Esa es tu alegría. El mar de la Paja es un fin que no termina nunca, que se abre al Océano para ti sin invitaciones para navegar. Confórmate, oh Tejo, con ver bailar cada mañana a la Dama en el Estuario y a escuchar, cual Ulises, el canto rasgado de un fado en la lejanía. Acostúmbrate, oh Tejo, a sentir como espían sin piedad tus acompasados movimientos desde los siete miradores. Alégrate, oh Tejo, por la fortuna que tuviste al morir donde nacen las ilusiones, a los pies de la Señora a la que diste un nombre. Y una vida.

Ladra ( IV)


Después del adiós una señal en la noche nos empujará a derribar para siempre ese Estado Novo…
Los veinticinco de abril inventan mellas en la curtida piel que hoy se presenta avejentada ante el compañero de algaradas y fatigas. Un pañuelo enamorado cubre el blanco de su techo y la edad que la posee, sin despeinar el alma que entonces tuvo y que guarda en las traseras de sus recuerdos. Treinta y tantos son muchos años y el árbol que un día fue se vence a cada paso, se apaga en cada esquina. Esas calles fueron testigos de cantos pidiendo otra vida que luego pasó de largo por la puerta azul de una humilde morada del barrio obrero, de Gracia. Esas cuestas dieron fe de un pedir para sí, a gritos y en juramento, a la sombra de una encina sin edad, la voluntad de Grándola, Villa morena, tierra de fraternidad.
Niña de los ojos tristes”, por fin cantada sin escenarios, sin censuras de la PIDE, sin un Zeca que partió, busca miel en la rutina que le endulce un diario despertar. Señora del clavel rojo que marchitó en las siete colinas de los siete miradores, es temprano para amarse y tarde para cambiar.
En Radio Renascença siguen sonando aquel himno… En el atardecer sigue siendo abril.

Ladra ( III )


Se le han roto los sueños, porque no tuvo. Sobre una caja de plátanos de Brasil de un amarillo grande que no pueden ser vendidos por no saber yo comprarlos descansa el hombre que vio todo sin salir de aquel puerto, de aquel rincón de Ladra, de una vida con miseria y hambre engañada en queso y pan. La maleta de cartón que acompaña su diario, marinera, de ultramar, guarda con celo el aire. Nada es lo que queda. Nada es lo que hay. Su mirada, perdida en el infinito de una pared encalada del mercado que lo vio nacer, es incapaz de guardar un pensamiento. Demasiado tarde quizás. Demasiado duro, tal vez, para una edad en la que la palabra esperanza sólo puede conjugarse en el verbo perder.

Ladra ( II )


El ir y el venir rellenan los tiempos vagabundos, trapaceros, que colapsan una existencia en la memoria. Entre sus manos habitan artefactos vanos para repasar, utensilios inútiles o herramientas oxidadas. Cada mañana las mismas rutinas, parejas historias, gentes semejantes rebosan el hueco que hay entre el trabajo y una vida en puerto. Desconoce que la Dama, siempre elegante, eternamente coqueta, aprieta su silueta con el cinturón del jornalero del sur, del obrero de aquella parte del río, de las gentes de otro mundo, de los que nunca crearán. El Tajo soporta al hombre que atraviesa su lomo para vender en la otra orilla lo que cristianamente robó, lo que legalmente hurtó, lo que le da de comer. El ferry de Cacilhas lo abandona cerca de la Plaza del Comercio sin recordarle que para vivir hay que sufrir, y que para sufrir no hace falta avanzar.

De acá para allá, arriba y abajo, y vuelta a empezar.

Ladra ( I )


Soy un viajero que busca cachivaches, chismes, cacharros o trastos entre el gentío para adornar lo superficial de una estancia lejana... Soy un turista que husmea entre la quincalla, fruslerías o baratijas esparcidas sin piedad por el solado de cantería y así atusar mañana un rincón de cualquier otra parte… Soy un paseante que observa despacio las chucherías, cuchufletas, bagatelas o tonterías que rellenan los huecos del solar de las antigüedades. Soy un aventurero que después de haber visto por entero lo que se puede ver se sorprende con birrias, menudencias, nimiedades, minucias o cualquiera de las naderías que pueblan las calles de la Vieja Dama. Todo se vende en el mercado de la vida, menos el alma. Todo se negocia en el lugar donde habita el recuerdo tranquilo, menos el sentimiento. Todo se trapichea en Ladra, menos lo que ha de permanecer anclado en la vieja ciudad para siempre: Su nombre es saudade y vive en Lisboa.

Celeste


Un diamante de Angola entre sus dedos da brillo a la tarde limpia y azul de la coqueta Plaza de Rossio. Las palomas que habitan entre las dos fontanas elevan sin querer su grávido estar transportando una memoria a la desértica y esclava Cabo Verde, a un pelado terruño africano que guarda con celo en un rincón del corazón. Para ella el Zambeze desembarca en un puerto del Tejo porque Mozambique desapareció de su horizonte personal un abril, con los claveles rojos de la paz. El paisaje de una exótica Macao y el esfuerzo por recordar el trazado de la caligrafía china ocupan su tiempo en el descanso del parque.

Aunque el coronel partió hace años, el devenir de una historia en aquellas tierras que un día fueron Portugal son un bálsamo para cuando llega la edad en la que no hay qué pensar, cuando los achaques vencen por mayoría al cuerpo que la sujeta, cuando sólo queda en él la viuda de un Cónsul que nadie recuerda.

Celeste, impávida, silente, afable si es preciso, educada hasta el final, contempla engalanada en la tarde la luz de Lisboa mientras vigila cómo pasa urgente la vida en los demás.

Navegar é preciso

Pablo Pámpano. Navegar é preciso.

“Coger pinturas y mezclarlas en la paleta sin tela ante nosotros en la que poder pintar. Mandar traer piedra para burilar sin tener buril ni ser escultor. Hacer de todo un absurdo, perfeccionar haciéndolas fútiles todas nuestras estériles horas. Jugar a escondidas con nuestra conciencia de vivir. Esculpir en silencio nulo todos nuestros sueños de hablar. Estancar en torpor todos nuestros pensamientos en acción. Oír a las horas decirnos que existimos con una sonrisa encantada e incrédula. Ver al Tiempo pintar el mundo y encontrar al cuadro, no sólo falso, sino hueco." Bernardo Soares. Tenedor de libros de la ciudad de Lisboa.

El rostro de la luna se refleja en tu silueta presumida en medio de la bruma que ha conquistado la noche para un sueño eterno. Hay un río que quiere ser mar y rebota azules infinitos sobre las cúpulas de esas iglesias que vieron tanta historia, que gozaron la crónica en las conquistas del non plus ultra, que sufrieron la derrota con fervor religioso y un pañuelo enamorado en la cabeza. En las cuestas, el acero y los cables hacen incisiones de sangre gris en el recorrido que luego el amarillo intenso esparcirá en un contraste imprevisto por toda la ciudad con alegría. No hay cámara capaz de recoger lo que el ojo del artista percibe. Y hay más. El viejo trovador, desde el fondo de una garganta rota y acompañado de un desvencijado acordeón que sólo suena para él, lanza bocanadas de tristeza al cielo bosquejando el contorno de lo que luego serán las nubes, ésas que atenúan el brillo en los tejados de la vieja Alfama. Y hay mucho más. La Dama aguarda, sin reconstruirse, esperando un nuevo cataclismo. Viejas fachadas de presumidos azulejos intermitentemente desgastados, ventanas de madera blanca raídas por el salitre y el viento, suelos dameros blancos, negros, y blancos y negros, y negros y blancos… No hay necesidad de restaurar lo que mañana volverá a caer. Píntalo, querido amigo, para que lo recuerde. Perfílalo, hermano, para que creamos en el día que existió la saudade. Sigue habiendo más. Viven estampas en sus calles de cuento, en sus rastros de otra época, en sus lonjas de plazuela melancólica que hay que guardar para la eternidad. Lisboa sabe que sus gentes venden fruslerías en mercados antiguos, que la edad avanza sin remedio entre la quincalla y que sus costanas estuvieron ahí siempre, guardando baratijas de mercaderes sin otro oficio que el de ver pasar el tiempo. Lisboa espera que un amigo venga y refleje en el arte su mejor dibujo. Las palabras, a veces, no descubren la descripción de lo que ven y es en lo abstracto, en lo figurado, tal vez en lo más puro, donde uno encuentra lo que nunca buscó, lo que pasó inadvertido entre el bullicio, lo que Bernardo, en su error más flagrante, creyó falso y hueco.

Inconcreciones


“Saber que será mala la obra que no se hará nunca. Peor, sin embargo, será la que nunca se haga. La que se hace queda, por lo menos, hecha. Será pobre pero existe, como la planta mezquina en la maceta única de mi vecina tullida. Esta planta es su alegría, y a veces también la mía. Lo que escribo, y reconozco que es malo, puede también proporcionar unos momentos de distracción de algo peor a un u otro espíritu afligido o triste. Eso me basta, o no me basta, pero sirve de alguna manera, y así es toda la vida.” Pessoa. Desasosiego.

De aquí para allá, y vuelta a empezar. Arriba y abajo, a diestra y siniestra, todo sigue igual. Recorro el camino que marca cada mañana laborable la ventana que domina el mundo que me vive, un hueco por el que se cuelan entremezclados sentimientos y noticias, verdades y mentiras, tralará. ¿Buscando qué? Hay tanta gente que no veo a nadie, me creo y siento incapaz de reconocer a ni un sólo y solo ser humano entre el bullicio. Brujos que no son, desalmados que aparentan, genios sin lámpara maravillosa, inocentes, despistados, inocentes despistados, aspirantes, aspirados, aspirantes aspirados... Y en medio de todo ello los más puros, los poetas, los que se salvan, los poetas que se salvan… Entonces doy un vuelco hacia mí mismo, mas tampoco estoy: He salido a hacer un recado, como casi siempre. Nunca estoy cuando me necesito.

Los acontecimientos de los últimos meses me hacen buscar desesperado por y entre las dudas, pero soy tan tonto que sólo encuentro respuestas. ¿Para qué quiero yo respuestas? Cualquiera y en cualquier lugar tiene miles para darte, para regalarte, para equivocarte. Casi siempre para confundirte o para llevarte por donde no quieres ir. Y a mí, en este instante, me valen las soluciones. Y no están ahí, ni en los lugares en los que estoy buscando ni en internet, que es donde está todo. Tal vez no existan. Tal vez sí. O, como las esperanzas – hay cientos, lo sé -, que están escondidas detrás de las estrellas, descansando en su reverso y por eso son imposibles de observar, difíciles de capturar.

En la absurda reflexión, o no, que me trae hoy hasta aquí, descubro que hay palabras que no deberían existir, que nadie tenía que haber inventado. En ellas viven - perdón, quise decir malviven - las enfermedades, los problemas y la miseria. ¿Quién podría definir algo si la palabra que describe su esencia todavía no ha aparecido? Sí, ya lo sé, siempre hay alguien para ponerle el cascabel al gato, para explicar lo indefinido, para determinar lo indefinible, aunque sea mentira. Lo que quiero decir es que en el disparate que represento, o no, que todo es posible, siento que tal vez las cosas pueden ser diferentes en la cara oculta de la luna, pero no hay nadie que sea capaz de demostrármelo.

Perdonen ustedes por las divagaciones, por la vaguedad de las ideas, por la imprecisión de lo que digo, pero lo que parece un blog a veces se transforma en un estado de ánimo. Y hoy ese estado es inconcreto, incierto, y escribiendo me animo a creer que a través de él puedo ser libre, que al contar lo que cuento suelto lastre y puedo quitarle poder a la vida y así, como quien no quiere la cosa, arrebatarle algunas de esas oscuras estrategias que no llevan a ninguna parte. O por lo menos a una parte en la que se esté bien.

Lo mejor de todo, lo que más me gusta de este artefacto virtual, es que luego, cuando lean esto (si acaso hay alguien detrás de mi ventana) sacarán sus propias conclusiones y la mayoría serán como la mía: Absolutamente equivocadas. O no, que todo es posible.


Sigo queriendo ir a Lisboa, amigo Pablo; y alternar en sus tabernas; y pisar el empedrado de su historia; y cantar Vila morena, terra de fraternidade debajo del puente rojo; y traquetear en su amarillo; y llamarle de tú al Tejo; y beber su vinho verde; y oler la fritura de sus calles, y sentir que la Dama se sigue acordando de mí, de ti, de nosotros…

Plaza de toros


Desde la ventana más alta de mi casa,
con un pañuelo blanco digo adiós
a mis versos, que viajan hacia la humanidad.
Y no estoy alegre ni triste.
Ése es el destino de los versos.
Los escribí y debo enseñárselos a todos
porque no puedo hacer lo contrario,
como la flor no puede esconder el color,
ni el río ocultar que corre,
ni el árbol ocultar que da frutos."
Alberto Caeiro

Uno le dio forma, el otro las alas. Uno con la brocha, el otro con savia. Uno en la poesía, otro en la mirada. Uno está en Sevilla y el otro en su casa. Mientras uno, con mucha paciencia, doblaba las rayas y moldeaba letras con capa y espada, el otro, sin pausa, se las desdoblaba para dibujar con ellas un toro con casta. Y aunque desde antes ya se barruntaba es ahora el día que visten las galas...

Uno es otro antes que uno. Otro es uno antes que nada. Son el Sur y el Norte, salen a la plaza...



Portada del libro "Plaza de toros" de José Mª Jurado y Pablo Pámpano.
Publicado por Ediciones de la Isla de Siltolá.

Ahora…

Esta foto es de mi primavera particular.

Ahora es tiempo de dar descanso a las palabras, de relajar la pluma y tapar el tintero para dedicar los esfuerzos a otras cosas, tal vez tan banales como ver crecer una flor o contemplar el vuelo de una mariposa, acaso tan intrascendentes como mirar por una ventana como pasa la tarde o beber agua fresca de una fuente en el camino, quizás tan fútiles como saberte detrás de un sueño o entenderte cuando me miras. Ahora es un adiós momentáneo porque sé que pronto volveré con nuevos bríos y aquellas otras historias que mi cabeza tenga a bien regalarme. Ahora es ayer y mi memoria, que no olvida, nunca olvida, jamás olvida, me trae de vuelta un niño con pantalón corto que juega a la peonza en medio de una calle sin aceras en una tarde que nunca se acaba, un adolescente que corre detrás de niñas que empiezan a gustarse y a gustarme o un joven sin frenos en los pies que busca desesperado inteligencia y diversión, aunque no en la misma proporción ni en el mismo orden. Y ese niño soy yo, pero también eres tú. Y ese adolescente soy tú, pero también eres yo. Y ese joven… de ese joven no me acuerdo porque en este momento he decidido que no me interesan ni el vértigo ni las sensaciones fuertes. Ahora es mañana y mañana ahora duele. Por eso voy a buscar esperanzas y alegrías porque me han dicho que existen, que se dejan coger sin esfuerzo, que es fácil hacerse con ellas, que quieren que alguien como yo las abrace y las quiera.

Si en estos días de primavera ven a alguien por el campo vestido de explorador que corre sin ton ni son tras el aire con un "cazamariposas"… no se asusten porque puedo ser yo. O tal vez seas tú, que no lo sé.

La visita...


La intuición de una mujer es más precisa
que la certeza de un hombre.

Rudyard Kipling


- Tienes que estar allí a las 11. Ha accedido a hablar contigo. No logro entender el porqué pero ha dicho que sí. Lo más extraño es que parece haber despertado del sueño que la ahogaba. Parecía absorta en sus pensamientos más oscuros, en ese limbo del que no puede salir, hasta que le dije tu nombre, hasta que le conté que habías venido a verme desde el pasado y que querías hablar con ella a solas. Me pareció incluso que una sonrisa se dibujó en su boca antes de volver a hablar. Algo se debió activar en su interior, actuaste como un resorte para su perenne bloqueo mental, y me dijo simple y llanamente: Que venga mañana. Es todo lo que puedo decir.

Me introdujeron en un cuarto en el que sólo había una mesa cuadrada y dos sillas de madera, una enfrente de la otra. Las paredes se mostraban despejadas, pintadas de un verde triste y con algún que otro desconchón producido por el paso del tiempo y la humedad. La falta de atención reflejaba un abandono creciente o quizá un traspaso inmediato por cierre de unas instalaciones frías y obsoletas, de otra época. No había ventanas y un viejo fluorescente iluminaba como podía aquel desvencijado recinto. Ni un mísero cuadro adornaba la estancia, tal vez para que no se produjeran agresiones, quizás para que no fueran utilizados como armas en un momento determinado. Era palpable el olor a rancio, a ambiente cerrado y sucio, a cárcel de segunda, a pesar de no ser visible un solo elemento sobre el desgastado solado gris de terrazo que delatara falta de higiene. Ni siquiera pude ver en las paredes la huella dejada por un antiguo crucifijo como los que aparecían de forma y manera invariable en aquellas películas americanas del cine negro. Era un habitáculo de unos veinte o treinta metros cuadrados que servía para que las internas que se encontraban en la enfermería de la cárcel, estuvieran realmente enfermas o no, que a veces eso no importaba, fueran visitadas por sus familiares o amigos íntimos. El sistema penitenciario dictaba que a los pacientes se les podía ver con mayor asiduidad que al resto de los presos comunes. Y ella ahora era una enferma que no debía mezclarse en ningún momento con otras reclusas. Así lo había ordenado el Juez después de estudiar con detenimiento el amplio informe que había redactado el equipo de psicólogos sobre su situación mental.

El corazón se me iba a salir del cuerpo. Era una sensación insoportable, como si la sangre quisiera correr tanto que la máquina encargada de moverla no pudiese con ella, fuera incapaz de trasegarla de un lado para otro, de una vasija a otra. Me hicieron esperar más de quince minutos. Se me hicieron eternos por la quietud del lugar, por el silencio de sus paredes y, sobre todo, por una percepción cerebral de soledad abandonada del que aguarda impaciente. De repente se abrió la puerta: Había llegado el momento de verla. Apareció del brazo de una funcionaria a la que habían dado un uniforme una talla inferior a la que necesitaba su cuerpo, que antes de marcharse dijo con voz seca y autoritaria a la vez: Tienen media hora.

La primera visión fue lamentable, o tal vez se podría calificar como desesperante. Parecía más vieja y estaba muy delgada, casi en los huesos. Vestía una camisa ancha de cuadros, un gastado pantalón vaquero y zapatillas blancas de deporte. En su rostro se apreciaban las huellas que sólo el dolor profundo deja en las personas. Las ojeras perfectamente pintadas de un color indefinido, un color que oscilaba entre el violáceo que hacía de sombra hasta llegar al negro de los bordes; La mirada dirigida hacia un punto que no existe ni existirá en la realidad; Los pómulos marcados en exceso por una pérdida de peso que no ha sido buscada y la sonrisa olvidada sin remedio, engullida por aquel fatídico suceso. Hay dolores que se reflejan en la cara o en la mirada y ni siquiera el paso del tiempo es capaz de borrarlos. Igual que se marca a hierro y fuego a los animales, esos dolores permanecen grabados en la expresión de aquel que los sufrió para siempre. Me miró e intentó sonreír, pero no le salió. Una extraña mueca se dibujó en su cara. Parecía también cansada, muy cansada. Se sentó enfrente, a la otra parte de la mesa, en la única silla libre y agachó la cabeza. Simulaba vergüenza. O la tenía realmente, que no lo supe discernir. Sus ojos se perdían en aquel antiguo tablero con patas que quería ser una mesa, como si buscaran un reflejo que en la madera vieja y gastada es inexistente, imposible tal vez. Su expresión lo decía todo, es decir, no decía nada. Absolutamente nada. Tenía razón su hermana: parecía una muerta en vida. ¿Qué quieres?, preguntó sin más.

“Ayer”


Vinieras y te fueras dulcemente,
de otro camino
a otro camino. Verte,
y ya otra vez no verte.
Pasar por un puente a otro puente.
- El pie breve,
la luz vencida alegre—.
Muchacho que sería yo mirando
aguas abajo la corriente,
y en el espejo tu pasaje
fluir, desvanecerse.
Vicente Aleixandre.

Porque a esa edad no existe el frío, ni nada que detenga un pensamiento. ¿Acaso se puede frenar una forma de pensar? ¿Se pueden empaquetar las ideas de los que ya deciden? ¿Quién se atreve a qué! Porque en esa vida sólo importa el hoy; del mañana ya hablaremos. Tal vez o quizás eran palabras inexistentes, imposibles, en la determinación que procuraba eso que llaman juventud y que no era más que un rebosadero de sensaciones a punto de estallar, un torrente sin freno ni compasión, un grito en la noche que no quiere callar, un… un aula sencilla de un viejo palacio repleta de inquietudes, miradas cómplices y ojeras. Y mucha ilusión. Y podías elegir porque eras libre, aunque entonces lo desconocieras. Y podías burlar porque eras grande, aunque fueras inconsciente (¡qué gran palabra y qué olvidada! In-cons-cien-te). Y podías sentir porque… porque eras joven, aunque ahora – me temo que aquí no cabe el antes - es cuando lo sabes, cuando lo palpas, cuando algunos lo padecen.

Pasó implacable el tiempo y cicatrizaron las heridas. Perdón, quise decir las alegrías. Se relajó la sangre en las venas para dar paso a una rutina que se hizo dueña y señora de lo que nos respira, a un acomodo que envolvió en papel celofán nuestros recuerdos, a una tranquilidad que escondió en su última memoria lo vivido, lo amado, lo bebido... ¡Hubo tanto bebido! ¡Hubo más amado! ¡Hubo tanto de todo sin poseer casi nada! Y llegamos a un puerto más seguro, más abrigado, con las aguas calmas y olvidamos de repente que aquellos días, pirata o marinero, capitán o grumete, honrado o filibustero, fuimos dueños del inmenso mar azul. En nuestras cabezas sólo había sitio para vivir el momento; pero siempre ese momento y no otro. En nuestra alma – si acaso la tuvimos, que no lo sé. ¿Lo sabes tú? -, correr, correr y correr era el único objetivo. La única raya que adornaba nuestros ojos dibujaba el horizonte, por muy lejos que estuviera, - todo mezclado, eso sí - entre fiestas y alborotos, sobre exámenes y libros, tras muchachas y muchachos que mañana no estarían…

Hoy lo he vuelto a recordar. Hoy me he vuelto a sentir como entonces. Aunque sé por qué (siempre hay un motivo para todo), voy a escribir ahora y aquí que no sé por qué, que no tengo ni idea. Luego hay gente que lee esto y me pregunta. Y ya no tengo edad para dar determinadas respuestas, sobre todo si pueden ser comprometidas…

Era sólo un recuerdo, una agradable fragancia, un instante en medio…

Évora



Évora olvidada… Cuando no estás cerca de mí extraño tus callejuelas empedradas que se adornan con faroles que no alumbran, los rincones sin gentes que te habitan y me pierdo en los silencios más profundos que desgrana el humo de los rojos tejados que uniforman tu paisaje. Si Geraldo el “sem pavor” regresara a tus entrañas y padeciera la terrible y angustiosa soledad que te transpira, el cansado abandono que te viste, la desgana evidente de tus romanas ruinas, levantaría de nuevo sus armas contra la injusticia y contra esos Almohades que hoy gritan de júbilo porque sus murallas, tantas veces derribadas por tus huestes, lucen esbeltas en las ciudades que ya no vigilan desde la otra parte de la raya. Oh, Portugal, ayer pintaste tu figura terrenal con fortalezas y hoy condenas a vivir a los insumergibles nietos de Viriato al borde del mar, olvidando que tu gloria también se forjó en esos parajes, en aquellos páramos, en nuestra encrucijada. Oh, Portugal, nunca sabrás lo que perdiste arrebatando su importancia a la alentejana dama de la casa de Avís. Qué triste y sola quedó entre los campos tu hija más querida. Évora olvidada… Évora querida…




 
subir