Carta para no enviar




Tengo dos libros del desasosiego de un tal Pessoa. Dos empresas editoriales diferentes. Dos traducciones distintas. Dos traductores distantes. Leo un pequeño fragmento de Carta para no enviar:


1.- La amo como al poniente o al claro de luna, con el deseo de que el momento permanezca, pero sin que sea mía en él más que la sensación de tenerlo.


2.- La amo como al ocaso o a la luz de la luna, con el deseo de que ese instante permanezca, pero sin que sea mío en él nada más que la sensación de haberlo vivido.


Me quedo con la segunda. No sé si el traductor era mejor. No sé si tradujo literalmente lo escrito. No sé si tengo capacidad para juzgar…


Sé que me gusta más por lo que dice, o lo que no dice, o lo que no sé si dice. Creo que recogió mejor lo que el alma contó al escritor en Lisboa hace ya...




La tónica




Leo últimamente las noticias de la España jurídica con estupor. Hay una serie de jueces y magistrados que se consideran progresistas. Hay otra serie de ellos que se consideran conservadores. Ambos están bajo el paraguas de sus respectivas asociaciones perfectamente organizadas. Ambos están politizados y llevando a cabo encarnizados combates por controlar el Poder Judicial. Ambos están y son adoctrinados por el partido político que por turno corresponda.



Busco en el diccionario - que para eso está - la palabra Justicia y me dice que es una virtud que inclina a dar a cada uno lo que le pertenece o lo que le corresponde. ¡Bien! También me dice que es el Derecho, la razón y la equidad. ¡Muy bien!



Vuelvo a buscar en el mismo diccionario la palabra Ley y me dice que es cada una de las normas o preceptos de obligado cumplimiento que una autoridad establece para regular, obligar o prohibir una cosa, generalmente en consonancia con la justicia y la ética.



Pues bien, partiendo de la base de que las palabras generalmente no mienten, que la justicia para ser considerada como tal ha de ser justa y que el juez ha de aplicarla observando lo que establecen las leyes, pregunto inocentemente: ¿No hay una sola justicia? ¿No hay una misma Ley para todos? ¿Acaso la justicia conservadora es distinta de la justicia progresista? Que yo sepa, no se permite a un ciudadano elegir al juez que le va a condenar o absolver según su tendencia política. Que soy conservador… quiero un juez conservador. Que soy progresista… quiero a uno de los míos que me tratará mejor.

Por lo visto, por lo leído, por lo comentado… el único juez del que te puedes fiar en este país es del juez de la Tónica. El de la “tónica jueps”, digo.

Claro que la “tónica jueps” también puede ser de naranja o limón. Pensándolo mejor… voy a buscar en el diccionario la palabra ética, a ver qué me cuenta.



Se vende



Hoy me encontré en un periódico el siguiente anuncio:


Se vende unfamiliar.

Precio muy económico. Urge.

Interesados llamar al 900.000.007



¡Ya! Vende un familiar. Lo que quiere el tío es vender a un precio barato a la suegra. Seguro que tiene 85 años y es una metomentodo. Si no fuera así ¿por qué alguien querría vender un familiar?


A lo mejor se refiere a una vivienda, pero es tan importante la ortografía que no sé… A lo peor pretende vender a su esposa, o a una tía, o… ¡Yo qué sé!




El acto



Ayer hubo un acto en la ciudad donde respiro casi todos los días. Uno de los que merecen la pena. Cultural. Casi doscientas personas en la puesta de largo de una buena novela. Una hora de estimulación cerebral y espiritual de la mano presentadora y sabia de un maestro. Un corto espacio de tiempo para enseñar, desmigajar, seccionar, componer y recomponer el trabajo que realizó en secreto durante dos largos años el escritor. Una satisfacción.


Por esas casualidades de la vida, tuve la dicha y varias invitaciones - no sé en qué orden exactamente - para llevar a gente, incluso personas y algún que otro lector anónimo al lugar. Y las utilicé. Y las gasté entre amigos, que para eso están. Intenté no comprometer a aquel al que lo uno pudiera perjudicar y trastocar lo otro, que seguro era más importante. Y fueron todos. O casi todos, que no es lo mismo pero al final – tiempo al tiempo – acaba siendo igual.


Entre los elegidos había dos lectores privados – me consta - que ejercen de políticos en su vida pública, cada uno a su manera, uno cayendo a la diestra y otro a la siniestra. Dos almas opuestas que confluyen en la pasión por los libros. Al ser un acto cultural que en teoría, no en la práctica subvencionada, está muy por encima de sus quehaceres diarios y donde podrían sentarse entre el público como si fueran normales, pensé que no faltarían. Quizás el de la izquierda… No sé el de la derecha...


Y faltaron los dos. Y se perdieron una presentación magistral. Y se perdieron ser normales, como yo. Espero que, cuando menos, no se pierdan la novela. Espero que, cuanto más, se pierdan la política. Llegarían más lejos.

El guaraní





Llegó tan justo que trajo un poco menos de lo puesto, una triste maleta de desgastado cartón casi vacía que él veía medio llena y abrochada su camisa blanca hasta la nuez. Hipotecó por cuatro meses parte de su vida y su pequeña casa sin despensa en Asunción para pagar el pasaje hacía el país que llamaban de las maravillas. Atrás dejó tirados al hambre, a su mujer y a una hija pequeña, de la que sólo pudo despedirse, muy a su pesar, mientras dormía. El paso que dio era tan grande y tan alto que, siendo el octavo de diez en el escalafón familiar y el segundo en atreverse a cruzar el charco para los ojos de sus hermanos, fue el primero en mandar dinero para engordar a su famélica madre y a su prolija descendencia.



Los primeros días contaba angustiado lo que faltaba para que llegaran los primeros meses y los primeros ahorros, que venían escasos después de doce horas por jornada, sin papeles, agarrado a una paleta. Fue un tiempo de soledad, trabajo a destajo, silencio profundo y nanas no cantadas en guaraní. Pero dos años después de la congoja, consiguió reunir plata suficiente para traer a trabajar honesta y legalmente, como limpia empleada de un hogar feliz, a su esposa y también para traer a una nueva esperanza a la que ya no se parecía en tamaño a su pequeña niña dormida. Le resbalaban sin querer las lágrimas por la mejilla cuando me decía que su linda indígena no sabía quién era ese señor moreno que le quería dar la mano y la abrazaba sin ningún motivo y que los primeros meses de convivencia fueron muy duros, durísimos.



Ahora son cuatro. Ahora son españoles. Ahora tienen una casa abandonada en Paraguay que nadie compra porque nadie puede comprar. Ahora tienen un empleo ¿estable? y no pasan hambre. Ahora ahorran para que puedan comprar una vaca y dos gallinas los del otro lado del Atlántico. Ahora tienen un futuro para sus hijas españolas, igual de futuro e igual de español que el que tienen nuestros hijos.



En la confianza que da una barra diaria de bar, hoy me preguntó si yo había notado alguna vez el racismo en la ciudad. Le dije que no y no le mentí. Le dije que no podía ser racista aquel que sólo había convivido con una raza, si es que la española era una raza. Le dije, finalmente, que dentro de unos años, cuando su familia entera y sus vecinos y los amigos de sus vecinos y los amigos de los amigos de sus vecinos estuvieran aquí, en el país de las maravillas, me lo volviera a preguntar. Entonces lo sabré o no lo sabré, esa es la cuestión.




Mentiras buenas





Cuando uno, valgo como ejemplo yo mismo, entra en un blog y después – casi siempre tiene que ser después, aunque conozco a un insensato que lo hace antes – de leer una entrada que le ha llamado la atención quiere comentar algo, lo que sea, lo que le apetezca, se encuentra que los comentarios allí no son libres como el sol cuando amanece, como el ave que escapó de su prisión y puede, al fin, volar, no son libres. Los miedos del autor del blog le han hecho moderar o no permitir los comentarios de cualquiera, que en este caso también iba a ser yo.


Así, muchos blogs, la inmensa mayoría, son mentiras, aunque en parte son lo que llamo “mentiras buenas”. Son mentiras porque en ellos no se refleja la cruda realidad, no se refleja la vida tal cual es y sólo se mantiene en ellos lo que nos interesa y no nos hace daño. El administrador de sus propias palabras, el dueño de la tribuna, el periodista de sí mismo, el responsable de la plataforma virtual, hace desaparecer lo que no le gusta, lo que va en contra de su forma de ser y de pensar, incluidos lógicamente los insultos y las descalificaciones varias. Sin embargo digo que son buenas, por una simple razón: si logramos arrancar a la vida las cosas feas, las que no nos gustan, las que nos ofenden, las que nos agravian, las que nos hieren, las que nos hunden, las que nos vilipendian, … esta vida se convierte automáticamente en una vida mucho más plena, más hermosa y más placentera. Aunque, eso sí, falsa – que todo hay que decirlo -.


Por no tener no tengo la más mínima idea de por qué tengo yo que escribir sobre esto que escribo ahora, pero me ha venido a la cabeza de repente. Y cuando una cosa viene de repente es mejor soltarla, no vaya a ser que explote.



 
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