Hoy recuerdo…


Tengo una calle para mí. En ella los niños sabemos jugar con “bolindres” que recorren los “guás” de memoria, excavados “a talón” en el barro que tengo por acera. Entretanto damos cuenta de un tosco pan que estrangula desde siempre mortadelas y mis ojos se pierden en una peonza con “pico cigüeña” que gira y gira sin parar, esperando a una amiga de su talle que la parta a la mitad.

Detrás de mi calle no hay nada: Vacío, aventura, campo… y un Colegio de uniformes por encima de unas niñas que se empiezan a gustar. Un muro de piedra y alambres separa mi vida de ese recinto que, una y otra vez, profano sigiloso, en las horas que no hay clases, para retar a chavales a una guerra de “pedrás” (*), acabando siempre en casa la monjita peculiar que a cambio de una “limosna” tiene a bien perdonar lo que sabe travesuras y andanadas de zagal.

Un grito desde el cielo reclama mi presencia y mi cuerpo: Es la hora de meter al muchacho de los mocos una tunda con esponja y jabón de despiojar. Mientras, oigo a mi hermana recomendar a mamá que es mejor que me introduzca en la bañera sin quitarme una ropa que salió de casa limpia y vuelve para tirar, vaciando previamente unos bolsillos que guardan como tesoros quince chapas y un tirachinas. Ahí queda como cada año, rutilante y esbelta, la hoguera gigante que descubre a un San Jorge dando permisos a los niños para quemar lo que vale y lo que no.

No hay parques ni jardines, ni farolas de alumbrar, ni siquiera cuatro coches que estorbaran un partido que con carteras de cuero por porterías y un balón remendado por presos gozábamos en medio de un empedrado irregular, ese que murió asfixiado en la edad moderna por el sucio y ordenado asfalto que puebla nuestras ciudades.

No es mi calle, que es mi patria, el lugar de mis adentros donde apuesto, sin saberlo, a ser mayor, jugando con “escondites”, con “rescates” y esos carros de madera hechos de cajas de fruta, con rodamientos por ruedas, que se tiran sin piedad por la prohibida cuesta que hay al lado y que sólo nuestras madres ven lejana del lugar.

No es mi calle, son mis marcas, las que dejan en mi piel las “piteras” que con grapadora en mano y en la “Casa de Socorro” tiene que remendar mi enfermera particular a cambio de caramelos: un engaño sin igual para acallar gritos, llantos, pataleos y berridos.

No es mi calle, que es mi cuna, ese sitio que esparce a borbotones una infancia entretenida por la tele en blanco y negro, la familia de Miliki y tebeos de peseta donde en todas sus viñetas suelo ser el Capitán.

No es mi calle, que es mi casa, un recuerdo acalorado, imborrable y duradero del niño que me vivió.



(*) Algunas tardes… quince o veinte niños saltábamos las tapias del Colegio de las niñas y hacíamos dos grupos, en función de nuestras habilidades. El juego consistía en tirarse piedras de un determinado tamaño – no muy grandes para no matarnos – hasta que alguno se “escalabraba” o se “piteraba”. En el momento en el que alguno necesitaba puntos de sutura se acababa el juego. Entonces se “arreglaban” los desperfectos con grapas en “La Casa de Socorro”. No existían los "puntos de aproximación". Mi frente y mi cuerpo pueden dar fe de cómo dolían. La enfermera, hoy una anciana venerable, todavía me reconoce y me saluda por la calle como si fuera de su familia.

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Este post nació porque la otra noche, mientras cenábamos, un churumbel que vive en mi casa dijo: ¡Es verdad! ¡Papá tiene una “Y” griega en la frente! ¡Es verdad que se le clavó en la cabeza la esquina de un ladrillo cuando le empujaron por el terraplén! Ese día fue el único de mi existencia en que he visto a mi madre perder la consciencia de repente, plancha en mano incluida. A lo mejor se asustó por la sangre... Digo yo.


Distancias…


Subí aquella empinada cuesta para encontrarme en lo alto con el otoño, mas los restos del estío no le habían dejado ocupar la plaza que, por ley, rango y calendario, le correspondía. Entonces me asomé, otra vez, y van… , a ese balcón del que siempre me caigo. Una sensación de vacío se apodera de mis vértigos cuando intento ver hasta dónde no llego.

Siento que la estación ocupa desde hace días mi ser, intentando engañar desde lo más profundo a unos ojos ciegos que tan sólo ven calor… Los hechos que pueblan mi agenda me dicen que no soy distinto, viéndome sin embargo tan diferente en esta época. El escaparate de una vieja tienda de moda me dicta la vida que no tuve… El caño de la fuente hace gárgaras con mis pensamientos… Aquel sombrío paseo me vuelve a mostrar que para hacer el camino no basta sólo con andar… Ese viejo farol ilumina como quiere y cuando quiere, impidiendo que la estrecha calle deje de ser oscura... Y ella… ella me enseña todo lo que ni yo ni mi conocimiento alcanzamos a comprender…


La escritura y mi señor.


A un conocido escritor – no recuerdo ahora quién fue - le preguntaron por qué había dejado de escribir y éste, ufano, contestó que ya no podía hacerlo, que se había muerto su abuelo que era el que le contaba las historias que luego él plasmaba en papel. Llevo varios días sin que el señor que vive dentro de mí me cuente cosas y las pueda trasladar al blog. Y empezaba a preocuparme porque pensé que, a lo peor, a mí también se me había muerto el señor que me contaba los cuentos.

Este fin de semana estuve en la ciudad del Tormes. Acudí con la esperanza de encontrarme o con la inspiración en las piedras o con el señor que me cuenta las cosas que digo. No busqué la rana porque ya sabía que estaba encima de una calavera de la fachada principal del edificio de las Escuelas Mayores de la antigua Universidad. Pero se me olvidó que Salamanca es muy recia y que tiene a gala no prestar lo que la naturaleza no da.

En Fonseca me crucé con Don Miguel de Unamuno, a la sazón Magnífico Rector, que sin pensarlo dos veces me dijo: Vencerás, pero no convencerás. Como quiera que no entendí aquello muy bien, fui en busca de Fray Luis de León para que me lo explicara y me dijera también si su “decíamos ayer” se podía aplicar libremente al “hoy”. Y es que yo quería decir algo “hoy” y no “ayer”, porque “ayer” ya había puesto cosas en el blog… Y no encontré respuesta alguna, su figura de bronce no guardaba palabras secretas para mí.

Sentado en un banco pensaba sobre ello – a veces lo hago, incluso llego a reflexionar, aunque no se me da muy bien -, cuando vino a mí Don Pedro Calderón de la Barca que me dijo: ¿Qué es la vida? Un frenesí, ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. Yo, que soy muy educado, escuché y callé, aunque por dentro pensaba que con la pinta que llevaba, traje negro, pelos largos, perilla y mostacho, debía ser de los que se fumaban algo para ser felices, sobre todo entre tanto turista descarado.

Vencido, dejé el ruido de cámaras, flashes, bares y comercios del casco antiguo y me encaminé al lugar de donde vine. Y justo allí, a la salida, encontré mi inspiración. Estaba agazapada, escondida, callada. La calle del Silencio, decía el cartel. ¿Qué otro sitio mejor para no decir nada?

Sí, ya lo sé, se me ha vuelto a ir la olla pero tenía que escribir algo. Lo necesitaba. ¿Será esto de la escritura un vicio? Es que si es un vicio lo voy a tener que dejar también, como el alcohol, el tabaco o las mujeres.

El “ío” y el “dao”.



Papá, hoy la profesora ha reñido a Pedrito. Le ha preguntado que dónde ha estado de vacaciones y él le ha contestado: He “ío” a la playa. Y la profe le ha corregido porque se dice con “d”.

Claro, le interrumpo yo, se dice “ido”, “He ido a la playa”, con “d” de Dinamarca.

¡No!, me dice él muy seguro. Con “d” de “dao”, de "Le he “dao” una piruleta".


Rarezas rutinarias.


¡Qué extraña es la ciudad que recorro antes de tiempo! Y es que ese lugar no es mi ciudad diez minutos atrás… Se mueve de otra manera, se gira para otro lado, no la reconozco… Sus gentes son otras gentes, su vida no es mi vida. Ni yo, siquiera, creo ser yo…

Y es que diez minutos antes... esa niña no va al Cole porque el Cole no está abierto; ese hombre no tiene la prisa que tendrá luego, cuando llegue tarde; esa señora no espera impaciente en la rotonda la llegada de ese alguien que la recoge a destiempo cada mañana… Todo es tan distinto, todo es tan distante, todo es diferente… sólo diez minutos antes.

Decidido: ¡Mañana vuelvo a trabajar a la hora de siempre!

Te me apareces…


Te veo claramente, desde la otra orilla, a pesar de ese mar de árboles que cortésmente nos separa. La distancia con esa juventud temprana, esa que te trae a mí de vez en cuando, de otoño en otoño casi siempre, no arriba a comprender cómo desde tan lejos te tiento, sin asimilar siquiera por qué no se borraron indesignables recuerdos que tendrían que haber fenecido hace tanto. Y es que a veces me aprietan, en el mismo lugar donde me ahogo, dejando en mí ser los restos cansados de esta triste estación.

Sé que vivo en tu memoria, como agua en la lluvia. Sé que estoy en tu interior, como llave en la puerta. Sé que soy tu conciencia, más allá de los tiempos que pasaron. Sé que sigues reflejando intenciones en el rostro de la luna, que maliciosa sonríe y me dice las cosas que no quería ya saber, desafiando perenne a mis sueños.

Intento detener el tiempo y acaso vislumbrar en el reposo cómo fuiste. Más no me veo a mí, nunca estoy para confirmar lo que digo. Sé que hay pasos que nunca di… por eso no me llevaron a aquel lugar donde quizás, sin remedio ni remiendos, esperaras a otra vida.



Las simples cosas…


Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas,
lo mismo que un árbol en tiempos de otoño se queda sin hojas.
Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas,
esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón.

Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida,
entonces parece cómo están de ausentes las cosas queridas.

Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.

Demórate aquí, a la luz mayor de este mediodía,
donde encontrarás con el pan al sol la mesa tendida.

Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.

Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.

Otoño


La lluvia y el viento anuncian la llegada de la Estación, que, poco a poco, muy despacio, va desnudando el verde intenso para posarlo en el desesperado secano.

La arboleda quiere morir enredada, como cada año, en la madeja que tejieron las nubes que en forma de estrato bailan para ella de forma exclusiva.

La llovizna empapa mi alma o lo que queda de ella, que cubierta de esponja absorbe lentamente la melancolía que deja tras sí el mustio paisaje.


San Miguel, Gran Capitán, arcángel de guerras legítimas, celebra su día despertando colores… rojos, ocres y marrones borrarán para siempre las canas del cansado estío.


El otoño anuncia su llegada para que a nadie le coja por sorpresa, para que nadie quede sin vacunar contra las añoranzas, decaimientos y morriñas, para que nadie se lleve a engaño y busque el verde donde ya no puede estar, … Y, sobre todas las cosas, para que yo disfrute con el ir y venir de las hojas.



Un niño de primaria...





Sí, lo reconozco: ¡No sé más que un niño de primaria!


Eso sí, ellos tampoco saben muchas cosas que yo sé...






 
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