Por la carretera…


Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
a la luz de la luna y al sueño, por la carretera desierta,
conduzco en soledad, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo un poco para que me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,…

No viajo en Chevrolet, ni sé cuál es la carretera de Sintra. Sin embargo conduzco despacio en soledad por la carretera desierta, tal vez en un sueño, quizá en otro mundo… Grandes trozos de algodón adornan el azul que se me aparece en el horizonte. Sólo hay cielo entre mi coche y el más allá, lugar al que encamino los pasos, perdón, quise decir las ruedas. Pueblos desolados, exánimes, vacíos de gentes y bestias descubren con orgullo la alegría desbordante que convierte en amarillo mi jaral. ¡Qué belleza para que nadie la pueda contar, para que ya nadie la quiera vivir! A cada rato la milicia del olivo parece esperar su momento en formación, pulcramente uniformada. ¡Vista a la derecha! Paso revista a cien por hora, convenientemente... Ahora, llegado el tiempo de la dehesa, entre encinas y alcornoques, mis ojos contemplan un lote victorino que permanece acorralado entre viejas chapas, enjaulado, esperando esa tarde de gloria que luego, en el penúltimo de mayo, disfrutará el amigo Clementain, “pograma” y Belmonte en mano. Su imponente encierro es observado con envidia de sangre por las nuevas camadas, ¿son camadas? que pacen en el verde que ha logrado afortunado esquivar el sol de esta tierra extrema y dura. ¿Sabrá Morante dónde duerme la bravura, dónde se teje el arranque, dónde se ahormó la furia de Baratero, Jaquetón o Cigarrero aquellos días?

De repente todo cambia, cuando la espesura se hace dueña del camino y la naturaleza crece sin control sé que estoy llegando, sé que la sierra de mis recuerdos está detrás de aquella curva, la última curva… Allí viven el agua clara, la sombra de los pinos y el viejo puente de piedra. También, y de alguna manera, vive el que se fue para no volver. Entonces sé que aunque todo sigue igual, nada es parecido. Aunque todo quiere ser lo mismo, es diferente…

Y es que no son los mismos toros, ni los que vi en el camino ni los que ahora vendrán aquí.

(Con cariño para esos dos amigos que tanto saben de lidias, de parte de uno que nunca estuvo en plaza ni entiende).



Dos estampas…


El uno...

A las nueve de la mañana estaba levantado, vestido, desayunado y esperando impaciente a que lo recogiera para ir al campo. Tres jornadas completas en las que soportó primero el desagradable viento que a veces peina en exceso los frutales en aquella zona y luego un sol que impartía justicia por encima de su gorra azul “nike”. Tocaba trabajar de sol a sol. Cuando sea mayor quiero ser como el abuelo, dijo convencido.

Le había enseñado a plantar sandías, a regar las patatas y las cebollas con mimo, a manejar el mecanismo del goteo, a curar las heridas del viejo manzano y a azufrar las parras para que no se las coman el “mildiu” o los ácaros, a utilizar la mula mecánica para que la tierra pueda respirar, a abonar los cerezos… Eran tareas que no cuadraban en su estampa urbana, en su visión de niño de diez años – casi once diría él - que nunca ha roto un plato y que devora libros por placer en su tiempo libre.

A mitad de mañana hacían un pequeño descanso a la sombra. A mitad de mañana tomaban un tentempié mientras repasaban los trabajos que ya habían terminado y los que les quedaban por hacer. A mitad de mañana, cuando llegábamos los demás, comprobábamos la felicidad de ambos. El patrón por fin había encontrado alguien en la familia que le seguía, un obrero muy joven y obediente, un tipo perfecto al que modelar a partir de ahora...


El otro...

Los cerezos habían empezado a entregar su sangre en forma de burbujas y había llegado el momento de recolectar. Durante un par de horas – más tiempo para los que no tienen costumbre es inviable- todos colaboramos en las tareas. ¿Todos? ¡Todos no! Uno de los churumbeles, el que tiene ocho años en su cuerpo y una lagartija que mueve su alma, hacía el trabajo a su manera: Cogía una cereza y se comía dos, cogía tres y se comía cinco… No sé qué capacidad tiene el estómago de un niño de esa edad pero el suyo debía estar a punto de explotar.

¡Ese muchacho se va a poner malo!, gritó alguien cuando vio su boca, sus mangas y sus bolsillos manchados de un rojo intenso. No te preocupes, está acostumbrado - le contesté inmediatamente -. Lo del año pasado fue peor…

Y es que el año pasado en el mismo lugar, por las mismas fechas, hizo lo mismo. Antes de llevar una cereza a la cesta, la miraba, la inspeccionaba y… se la comía. Mientras, su otra mano ya tenía otra de mejor tamaño que luego miraba, inspeccionaba y… se la volvía a comer.

Casi no llega a casa. Casi se caga a medio camino. Casi prepara la de San Quintín. Pero es feliz porque para él el campo es un gran árbol cuajado de cerezas, una especie de paraíso terrenal en el Valle del Jerte. Luego se olvida de la flojera de vientre y vuelve a las andanzas…

A primera hora del día siguiente fue a buscarle el abuelo. ¡Vamos! - le dijo -, levántate que tenemos que ir a la finca a coger cerezas otra vez. ¡No, "agüelo"! A esa finca yo no voy que esa finca a mí me da “cagalera” - contestó él convencido -.



Y es que son como dos gotas de agua…El uno y el otro.

 
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