Napoleón en Chamartín


Don Benito Pérez Galdós terminó Napoleón en Chamartín en el año 1874. Hace 134 años, más o menos. Y sin embargo ¡que actual reflejo de los males y padecimientos de nuestra nación! ¡Qué fiel radiografía de nuestros caracteres! Ponga el lector, si acaso hay alguien, en cada párrafo el evento actual que tenga por conveniente. Diviértase un rato. Sustituya a Mañara y a Godoy, incluso a Bonaparte, por personajes políticos de la democracia en que vivimos. Se sorprenderá.


"¿Pues quién lo fue entonces? Esto sí que ni la historia, ni la tradición, ni los viejos, ni yo podemos decíroslo. ¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos."

"Mañara había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega. Es como el toro que tanto divierte, y de quien tantos se burlan; pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace a las mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favorito de los reyes, y ahora hemos visto caer a Mañara, favorito del pueblo. Todas las privanzas que no tienen por fundamento el mérito o la virtud suelen acabar lo mismo. Pero nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado."

"¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque a donde quiera que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas con tu media cara de fiesta, y la otra media de miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra."

"El pueblo español es de todos los que llenan la tierra el más inclinado a hacer chacota y burla de los asuntos serios. Ni el peligro le arredra, ni los padecimientos le quitan su buen humor; así vemos que rodeados de guerras, muertes, miseria y exterminio, se entretiene en componer cantares, creyendo no ofender menos a sus enemigos con las punzantes sátiras que con las cortadoras espadas."

"Yo, que observo lo que pasa, veo que esa controversia está en las entrañas de la sociedad española, y que no se aplacará fácilmente, porque los males hondos quieren hondísimos remedios, y no sé yo si tendremos quien sepa aplicar estos con aquel tacto y prudencia que exige un enfermo por diferentes partes atacado de complicadas dolencias. Los españoles son hasta ahora valientes y honrados; pero muy fogosos en sus pasiones, y si se desatan en rencorosos sentimientos unos contra otros, no sé cómo se van a entender. Mas quédese esto al cuidado de otra generación, que la mía se va por la posta al otro mundo, con más prisa de lo que yo deseo."

"No había sacado en limpio gran cosa, ni disipado mis dudas, sobre lo que hoy llamaríamos la situación política, y lo único que vi con alguna claridad fue la general animadversión de que era objeto el Príncipe de la Paz (Godoy), quien se acusaba de corrompido, dilapidador, inmoral, traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia, y, por añadidura de querer sentarse en el trono de nuestros Reyes, lo cual me parecía el colmo de la atrocidad. También vi de un modo clarísimo que todas las clases sociales amaban al Príncipe de Asturias, siendo de notar, que cuantos anhelaban su próxima elevación al trono, fiaban tal empresa a la amistad de Bonaparte, cuyos ejércitos estaban entrando ya en España para dirigirse a Portugal."

"Y aunque ese hombre es una buena pieza y ha hecho muchas maldades, la mitad de lo que dicen es mentira. También habrás visto que hoy le escupen muchos que antes le adulaban; es que saben que va a caer, y la sombra del árbol carcomido no le gusta a la gente. ¡Ah!, me parece que aquí vamos a ver grandes cosas, sí señor, grandes cosas. Digo y repito, que de esto va a resultar lo que nadie piensa, y muchos que hoy se restriegan las manos de contento, llorarán mañana a moco y baba; y si no, acuérdate de lo que te digo."


A lo mejor son figuraciones mías. A lo peor no. El caso es que me parece haberlo vivido, siendo yo tan joven, de alguna u otra forma. No sé.

Agua…



Tiene que llover para que escriba. Tiene que caer mucha agua del cielo para que se borren para siempre los rastros de la primavera que bloquean mis pensamientos, si es que los tuve alguna vez. La estación de las flores no hace bien a mi estado de ánimos: Demasiados colores para absorber, demasiadas fragancias que aspirar o estornudar, demasiada vida naciendo a la vez… Hoy llueve. Y llueve como si no hubiera llovido nunca. ¡Intensos chaparrones de a quince minutos y a cada hora, oiga! Miles de gotas gordas y frías remojan mi corazón, que parece a estas alturas un garbanzo preparado para cocer.


Cuando esto pasa, cuando llueve como si no hubiera llovido nunca, como si mañana no pudiera volver a llover, como si fueran a cerrar por defunción las nubes del cielo, en la ciudad donde vivo sus habitantes, incluso las personas de buena fe, dejan a un lado el paraguas. En su lugar sacan de los garajes sus polvorientos coches. Así están a cubierto y evitan, de paso y ya que estamos puestos, un obligado y molesto lavado dominical. Entre una y otros se inundan las calles que recorro cada rutina, digo cada mañana, de atascos varios. Y a primera hora el desastre era enorme, dantesco diría si fuera un hombre culto.


Entonces recuerdo que ayer fue distinto y el agua estaba donde debía y tenía que estar. Ayer tuve la suerte de estar con dos amigos ahí, en el centro mismo de la primavera, en un rincón desde el que nace la vida a borbotones. A una hora de casa inicia la savia su larga andadura, se manifiesta la alegría en estado puro y pleno. Sin colorantes ni conservantes.


Lo siento por los que no pudisteis estar porque os perdisteis un espectáculo sin igual. Y para todos los públicos.



Inmigrantes...



La inmigración es un problema mayúsculo para los países desarrollados, puede que sin marcha atrás por la dirección de sus maquiavélicas, acaparadoras, dirigidas, interesadas y mastodónticas economías con pies de barro. Pero ¿quién nos ha dicho a nosotros que el nuestro es un país desarrollado? ¿Qué nos hizo pensar que estamos dentro del selecto club de grandes naciones civilizadas? ¿Quién marca los parámetros del bienestar?


Durante muchos años nuestros predecesores, con una maleta de cartón o un hatillo por toda posesión, partieron a trabajar, a buscarse vida y fortuna en el extranjero, allende los mares, allende las montañas. Y el extranjero entonces eran Argentina, Paraguay, Chile o México. Y también Alemania, Francia o Suiza. No fueron entonces los países árabes, pero también pudieron ser.


Cada vez que veo a un inmigrante no puedo dejar de pensar en que ellos son nosotros hace unos cuantos años. Son el ayer a todo color de nuestros abuelos, padres o tíos reciclados en el tiempo. Las mismas maletas, las mismas inseguridades, los mismos caminos a la inversa… Y es que mientras el mundo siga dando vueltas - que las seguirá dando, estoy seguro - mañana nosotros podemos volver a ser ellos. Y viceversa.


Ya lo fuimos un día. ¿Qué será mañana…? ¿Alguien lo sabe?

Un amigo virtual


Tengo un amigo virtual - al que leo siempre con devoción y emoción por sus exquisitas maneras, por su forma única de contar lo que ve y porque sabe mucho más de la vida que el que esto escribe - que en los comentarios de la entrada anterior me dice que esté tranquilo, que la adolescencia se supera y que me siente ya casi maduro.


Su comentario podría ser uno más, pero no lo es. Sus palabras podrían ser de cualquiera, pero no lo son. Primero provocó la sonrisa y después pude comprobar (estas cosas se saben) que me había llegado donde sólo llegan las cosas que tienen que llegar. Hacía mucho tiempo que alguien no veía en mí el adolescente que fui. Hacía mucho tiempo que no lo veía ni yo – creo que eso es peor, pero ahora no viene al caso -. Puede parecer extraño lo que digo pero por las mañanas, cuando me asomo al espejo, empiezo a ver a mi padre. Sí, el señor de la otra parte, el que en pijama se refleja en el cristal, ya no soy yo. Es un señor mucho más serio, un respetable padre de familia. Ya no están ahí ni la ingenuidad de una joven mirada o el brillo que deja en la piel la adolescencia, ni el ardor guerrero o el optimismo intrínseco y apasionado que recoge esa edad. Tampoco se atreve, como antaño lo hiciera, a desafiar al individuo que le mira por encima del hombro desde aquel lado de la vida. Además, es plenamente consciente de que ese desaguisado no lo arregla ni una hidratante, ni una exfoliante de las caras.


Decía en el post anterior que cierro libros antes de llegar a la página cien. Que los últimos que han caído en mis manos no han tenido un final feliz, puede que por mi culpa, por mi grandísima culpa. Y que probablemente todo era debido a la “abstemia” primaveral. Ahora sé que no - gracias Turu - que la culpa es del adolescente que vive en mí que está dando sus últimos coletazos. Por eso, por esa rebeldía que aun me queda, por esa necesidad de independencia y de afirmación de mi propio yo, esta mañana he ido a la librería y me he comprado las tres series de los Episodios Nacionales de Don Benito Pérez Galdós. Y los voy a leer. Ya lo decía mi madre: Al que no quiere caldo… dos tazas. ¿O eran tres? ¡Yo qué sé!

Me pierdo…



Siento que…

Me pierdo… por los valles… entre las gentes… y no escribo ¿Con qué…?
Empiezo un libro… sigo con otro… cierro los tres… y no escribo ¿Sobre qué…?
Esto me ocupa… aquello me preocupa… lo ajeno también… y no escribo ¿Por qué…?
Una simple reunión… nueva sinrazón… quehaceres difusos… lo describo ¿Para qué?



Juego con las letras de ayer…

Me pierdo empezando un libro que ocupa una simple reunión…
Por los valles sigo con otro y aquello me preocupa, nueva sinrazón…
Entre las gentes cierro los tres, lo ajeno también, quehaceres difusos…
No escribo, y no escribo, y no escribo, lo describo… ¿Para qué…?


Cuento lo que cuento, sin venir a cuento…

Me pierdo en los libros. Los cierro para siempre sin llegar a la página cien. Uno primero, luego otro… ya van tres. Así veinte veces, veinte veces tres. Señales de cartón a medio camino me enseñan lo lejos que queda el final al que no llegaré. No alcanza donde tiene que alcanzar lo que cuentan, no me hablan como tienen que hablar las historias, no me dicen lo que tienen que decir... Así veinte veces, veinte veces tres. Un escritor japonés, una chica de Nevada, una primavera en Praga, la periodista en Kabul… y termino, casi siempre, delante de Torquemada. Así veinte veces, veinte veces tres.

Sigo sin ver el final de estos días de luz y flores que tapan mi conocimiento, si es que alguna vez lo tuve. Debo tener “abstemia” primaveral. Seguro.

Clarividencia


Con cuatro años tiene las ideas muy claras, clarísimas diría.

Una voz adulta preguntó a la hora de comer, supongo que en plan de broma: Y ¿si tuvierais una hermanita?

Él levantó sus manos al cielo en señal de protesta y dijo convencido: ¡Halaaaaaaa!… ¡Imposible! ¡No se puede!

¿Por qué imposible…? ¿Por qué no se puede…?, lo interrogué interrumpiendo su explicación.

Es que no se puede porqueeeee… tendríamos que hacer una nueva habitación y… y… y… ¡Llenarla entera de juguetes!

No hizo falta que yo añadiera nada. Estaba todo dicho esta vez.

De otro amigo...

ese que la recorrió mil y una noches... y al final, que era el principio, la encontró.




Os presento a la Dama del Tejo, la Señora del río, la Dueña del Estuario... ¿Acaso hay mejor representación? A lo mejor no. A lo peor sí, pero esto es un regalo de un amigo y como tal lo enmarco y lo coloco con todo merecimiento en el salón de esta mi casa virtual.

Para un amigo...

ese que todavía no fue... porque no pudo.



Nada de esto me interesa, nada de esto deseo. Pero amo al Tajo porque hay una ciudad grande a su orilla. Disfruto del cielo porque lo veo desde un cuarto piso de una calle de la Baja (Baixa). Nada el campo o la naturaleza me puede dar que valga la majestad irregular de la ciudad tranquila, bajo la luna, vista desde la Gracia o desde San Pedro de Alcántara. No hay para mí flores como, bajo el sol, el colorido variadísimo de Lisboa. La belleza de un cuerpo desnudo sólo la sienten las razas vestidas. El pudor vale sobre todo para la sensualidad como el obstáculo para la energía.




Lisboa es la ciudad de los tranvías. Viejos artefactos que circulan sobre raíles empotrados en el empedrado, guiados por cables de acero y provistos de incómodos asientos de madera barnizada mil veces y ventanas sin cerrar, artilugios que semejan juguetes antiguos de niño rico o juguetes de antiguo niño rico y que traquetean sin rubor por las estrechas calles tristes de la ciudad, cobijando bajo su techo a carteristas y personas de buena fe que mueven sin querer sus cuerpos al compás de los quiebros, al ritmo de un vaivén exasperado y esperado a la vez, debajo de balcones diminutos de hierro oxidado con ropa blanca vieja tendida al vacío y cuestas tan empinadas que uno tiene la sensación de que unas veces se dirigen directas al infinito y otras veces te transportan al infierno de cabeza. Y es el número 28, el amarillo, el que mejor describe esa esencia ferroviaria que se impregna por todos los rincones del casco histórico, el que recorre de Oeste a Este la irregular orografía de la Dama del Tajo. Y es ese Eléctrico 28 el que me llevó desde la parada más cercana a la Rúa Dos Douradores hasta el Castillo de San Jorge atravesando primero la melancólica Alfama, donde el triste Fado nació rasgado y vivió quebrado, y después el Barrio de Gracia, con sus imponentes miradores. Otras ciudades como Milán, Burdeos o Amsterdam guardan tranvías en sus estampas pero ninguna conserva ni el sabor a viejo ni el destino antiguo de los que recorren casi a tropezones la historia más íntima de la capital de Portugal.


Para encontrar una razón intrínseca al desasosiego que vive y vegeta latente en los rincones de cada barrio o a la saudade lisboeta y a su inseparable anclaje en el tiempo es preciso recorrer sus calles en tranvía y subir y bajar tantas cuantas veces haga falta para mirar y ver el río desde sus balcones y atalayas naturales, desde sus ventanas abiertas de par en par al nacimiento perenne del mar. La ciudad bañada en el Tajo, la Señora que flota en el río, la que irremediablemente se ahogará cuando se colapsen sus entrañas cobra entonces una dimensión especial y espacial diferente, una visión única que sólo es apreciable desde cada una de sus lomas, desde cada una de sus históricas siete colinas. En cualquiera de esos puntos se aparecen, al que mire y sea capaz de ver, sus añejas vivencias plenas de misterio nocturno enfrentadas a siglos de luz y sol. Es allí, al atardecer, donde se puede contemplar sin sonrojarse tanto el paisaje teñido de añil infinito y ocre azafranado como la poesía que se escapa como humo liviano entre los huecos que separan los viejos tejados de la Alfama. Pocas metrópolis – ninguna, diría - que se precien de tales por su importancia, biografía y trayectoria pueden presumir de vistas tan naturales y tan panorámicas como las que ofrece el Castillo de San Jorge, el mirador de Gracia o el imponente de San Pedro de Alcántara. Incluso el de Santa Justa parece haber estado allí, recreándose en el agua, antes incluso de la construcción humana del Elevador al que da nombre. El mismo París, capital de capitales, tuvo que levantar en un tiempo antiguo la mayestática Torre Eiffel y en otro moderno La Defense para que el visitante pudiera darse cuenta de los tesoros que escondía la llanura enredada en los brazos del Sena, unos tesoros que sus colinas, que también las hay, no alcanzaban a contemplar con la solvencia requerida para su ganado estatus de dueña del continente.

 
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