Dudas




Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo.
Luis Cernuda.

Ahora, cuando otoña y mis ojos ven cómo vuelven las flores a ese barrio que me aguanta, sé que he perdido algo importante. Ahora que la lluvia no quiere caer en el campo de mis sueños , sé que he olvidado algo fundamental. Ahora, delante de este artefacto que expande sentimientos sin ton ni son, sé que he perdido el criterio . Y es que sin él, camino sin rumbo por el mundo de las letras porque cuando uno no sabe a dónde va… es que tampoco viene de ninguna parte .

Yo, que creí en las gentes, sé que vivo en el entretanto y ahora, en este instante quedo, he llegado a descreer incluso de mí, del ser que me arropa en el frío. Siento que el caminar es un todo, más he olvidado el paso a paso que compone el equilibrio y da alas a la razón, tal vez a la verdad. Sin motivo aparente, sin causa que lo justifique o que lo ampare, invisto solemnemente en los actos que represento la figura que porto y transporto de casos y cosas que desvirtúan el fin .

Lo único que me consuela es que todavía guardo encerrada y encerada un alma de niño dentro del hombre que refleja mi estructura. Y una promesa. Si acaso eso vale para algo

Yo estuve allí…


… Aunque eso ocurrió nueve meses después de la caída y ciento veinticinco muertos más tarde de su construcción. Entonces, en el verano del año 90, no quedaba casi nada en pie de aquella raya que separó los dos mundos y sólo pude contemplar unos cuantos metros de ese muro de la vergüenza que los políticos habían dejado como testimonio de lo que una vez ocurrió, tal vez para que los turistas como yo nos pudiéramos entretener, tal vez porque quisieron enterrar en el periodo más breve posible los recuerdos de una terrible historia.

Me sorprendió Berlín y la cantidad de árboles (todos catalogados) que poblaban sus calles y parques, fruto del “Contrato del bosque permanente” de 1915. Me sobrecogí en un pedazo de bunker con las paredes convertidas en galería de imágenes de aquellos seres grises con “cara de malo” y galones que exterminaron como pasatiempo y la ingrata compañía de la voz de Hittler arengando a las tropas como melodía de fondo. Me impresionó Nefertiti - ¿qué hace allí? - en el Museo Egipcio, antes de su restauración y de su actual traslado a la Isla de los Museos. La Potsdamer Platz, el Checkpoint Charlie, las obras de remodelación del edificio del Reichstag, la impactante imagen nocturna de la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm bombardeada por los aliados en la Batalla de Berlín y restaurada en cristal, la Alexanderplatz y los 368 metros de la extraña torre de la televisión (testigos privilegiados de la vida del Este), la archifamosa Puerta de Brandeburgo y la Columna de la victoria son lugares emblemáticos de la capital que no hace falta descubrir porque cualquier visitante puede conocer en uno de esos tour, “a paquete completo”, en los que el guía va cantando y contando desde el primer asiento del autobús eso de “a la izquierda tienen ustedes el Museo Antiguo y a la derecha una señora típica alemana que se acaba de comer una salchicha de Frankfurt con chucrut y mostaza”.

Pero en aquel viaje la liberada zona roja (no sólo la alemana) y sus ciudades prohibidas eran el objetivo. Además de Berlín pude recorrer Leizpig, Dresden o Postdam en Alemania o ver Praga y una prostitución infantil de carretera amparada por los propios padres en sus alrededores, Bratislava, su pobreza y su semejanza con cualquier ciudad del interior de Portugal y la Budapest de la “Tierra de los hombres” o magiares que beben “Unicum”, un licor que sabe a rayos y que destroza para siempre a 40º la garganta del que se atreva a probarlo.

De todo ello, de todo lo que pude asimilar durante el recorrido, hay tres cosas que destacaría sobremanera después de tantos años: La cantidad de grúas que se alzaban sobre los tejados de cualquiera de las ciudades rojas – el paisaje era irreal -, la falta de gente en las calles de Leizpig o Dresden y, sobre todo, la cantidad de antenas parabólicas recién compradas que poblaban las fachadas uniformes y tristes de los edificios de la Alemania del Este o Chequia. Cualquier pueblo o ciudad que atravesaras estaba repleto de pequeñas plataformas amarillas que como hongos daban color a los edificios. Supongo que tras muchos años de información unidireccional o, simplemente, por la absoluta carencia de ella, los habitantes, ávidos por conocer el nuevo mundo, antes de tirar el Trabant, buscar un trabajo mejor remunerado en el paraíso del Oeste o intentar adquirir una nueva casa en cinco mil cómodos plazos, buscaron saber. Porque entonces y ahora no hay nada peor que no saber qué es lo que pasa. Y ellos habían estado durante muchos años sordos y ciegos. De eso no tengo dudas. De otras muchas cosas sí, pero ahora no vienen a cuento.

 
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