No escribo porque no siento. No hago porque no puedo. No niego porque me guste. Sencillamente enredo entre las cosas que veo. Y últimamente sólo veo cómo revolotean los despojos… Y es que he llegado a una edad donde asisto a más entierros que a bodas. Mientras, recojo trozos de sentimientos que encuentro en el camino, pero al final no los escribo. Y no escribo porque no siento…
Vengo poco, lo sé. Me entretengo con las rutinas de la vida común, en ese lugar en el que vegetan las cosas tristes entremezcladas con otras que a veces no lo son tanto. Leo en el periódico que ayer falleció el señor que traía a mi estantería los libros de Pessoa. Angel Campos se llamaba. Y me entristezco, sin saber del todo por qué. Estoy enfrascado en la novela de Stieg Larsson, un sueco que falleció un día antes de ver cómo se publicaba su ópera prima: “Los hombres que no amaban a las mujeres”. Y estoy perdido en ella. Y me gusta, porque no sé a dónde me lleva. A veces es mejor no saber a dónde uno va. Y comoquiera que me satisface lo que hace, hoy he comprado su segunda obra: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Un título raro, sí. Lo sé. Me dicen, se cuenta, se rumorea que es mejor que la primera. Ya veremos.
La verdad es que no sé porque escribo todo esto… Bueno, sí… Es que hace muchos días que no tenía nada que decir y la casa virtual hay que alimentarla de vez en cuando para que tampoco se muera… de pena.