Una caída tonta. Cinco días de escayola – la alergia que produjo el algodón sintético en mi fina piel obligaron, so pena de perder el miembro (cosa que no me hacía ninguna gracia), a retirarla - y veintidós con el brazo en cabestrillo han conseguido que mi esbelto cuerpo deje de sintonizar con las extremidades superiores. El problema no se ve a simple vista. Hay que estirar los brazos para apreciar el detalle. El diestro, que se libró del accidente, marca las seis en punto. El siniestro, que paga las consecuencias de la tontuna, las ocho y veinte. Paciencia y rehabilitación, me dijeron. En ello estamos. Corriente, estiramientos, giros, extensiones, ejercicios de todas clases… Nada. Las ocho y veinte. Ni un minuto más. Frases como “es que a nadie se le ocurre con tu edad…” o “¡Cómo te atreviste a montar en patinete!” martillean constantemente mi cerebro, si es que alguna vez lo tuve.
Y yo me pregunto ¿Qué edad…? ¿Acaso existe una edad para ser feliz? ¿Tal vez había una plaquita en el artefacto que prohibiera conducirlo a los mayores de seis años o un letrero que señalara amenazante: carga máxima autorizada “20 kilos”?
Lo único cierto de toda esta historia es que el patinete y la cuesta estaban ahí, reclamando mi presencia sin cesar. La tentación fue grande para alguien que guarda un niño en su interior. La velocidad de bajada fue constante, de eso no hay dudas. De la de aterrizaje no tengo datos o, cuando menos, no los tengo fiables porque el propio mamporro en sí obnubiló mis pensamientos durante un largo rato. Más o menos el tiempo que duraron los dolores iniciales. Tampoco tuve opción de apretar los frenos porque no había tales. Sé que la caída o vuelo rasante fueron perfectos porque evité estampar el rostro en el duro cemento. La resistencia de los huesos… ¡Ay!… la resistencia de los huesos fue inferior a la altura desde la que caí. Ese apartado del sucedido sí lo tengo claro.
Y ahí fue donde empezó el calvario porque entonces, y sólo entonces, el izquierdo empezó a retraerse – a acojonarse diría si no fuera una palabrota – y empezó a doblar hasta que marcó la fatídica hora: las ocho y veinte. En punto. Y así sigue. Cinco días de escayola después. Veintidós días con el brazo en cabestrillo más tarde. Varias sesiones posteriores de estiramientos y putadas varias que se supone debían dar fin al llamado proceso de recuperación del hombre, que en este caso soy yo.
Ahora tengo dos opciones: O busco la armonía caminando con el brazo derecho encogido para que los dos miembros marquen la misma hora, aunque alguien pueda pensar que en lugar de desodorante me he echado laca por error en las axilas, o insisto en la rehabilitación hasta llegar a conseguir que mis brazos estén más rectos que el mástil de un velero, aunque el fisio me haya dicho en la última sesión y en tono serio un mosqueante “a ver hasta dónde podemos llegar”.
¡Claro! ¡Como él lo tiene todo recto! Yo pienso llegar hasta el final. Voy a utilizar la segunda opción. Cueste lo que cueste. Aunque tenga que invertir en ello media vida. Y que nadie me saque de ahí que me cabreo. ¡Hala!
Si por lo menos marcara las ocho y doce…
Lo único cierto de toda esta historia es que el patinete y la cuesta estaban ahí, reclamando mi presencia sin cesar. La tentación fue grande para alguien que guarda un niño en su interior. La velocidad de bajada fue constante, de eso no hay dudas. De la de aterrizaje no tengo datos o, cuando menos, no los tengo fiables porque el propio mamporro en sí obnubiló mis pensamientos durante un largo rato. Más o menos el tiempo que duraron los dolores iniciales. Tampoco tuve opción de apretar los frenos porque no había tales. Sé que la caída o vuelo rasante fueron perfectos porque evité estampar el rostro en el duro cemento. La resistencia de los huesos… ¡Ay!… la resistencia de los huesos fue inferior a la altura desde la que caí. Ese apartado del sucedido sí lo tengo claro.
Y ahí fue donde empezó el calvario porque entonces, y sólo entonces, el izquierdo empezó a retraerse – a acojonarse diría si no fuera una palabrota – y empezó a doblar hasta que marcó la fatídica hora: las ocho y veinte. En punto. Y así sigue. Cinco días de escayola después. Veintidós días con el brazo en cabestrillo más tarde. Varias sesiones posteriores de estiramientos y putadas varias que se supone debían dar fin al llamado proceso de recuperación del hombre, que en este caso soy yo.
Ahora tengo dos opciones: O busco la armonía caminando con el brazo derecho encogido para que los dos miembros marquen la misma hora, aunque alguien pueda pensar que en lugar de desodorante me he echado laca por error en las axilas, o insisto en la rehabilitación hasta llegar a conseguir que mis brazos estén más rectos que el mástil de un velero, aunque el fisio me haya dicho en la última sesión y en tono serio un mosqueante “a ver hasta dónde podemos llegar”.
¡Claro! ¡Como él lo tiene todo recto! Yo pienso llegar hasta el final. Voy a utilizar la segunda opción. Cueste lo que cueste. Aunque tenga que invertir en ello media vida. Y que nadie me saque de ahí que me cabreo. ¡Hala!
Si por lo menos marcara las ocho y doce…