Esta ciudad existe porque la estoy pisando. Sólo por eso. Acabo de descubrir que no era el recuerdo de un año apartado en la memoria de una juventud. Es mucho más. Es parte de la raíz. Nosotros lo sabemos. Ella también. Las calles recogen aún en su empedrado un manojo de cartas amarillas. Esas cartas, la caligrafía perfecta que envidié, anunciaban el después en lo que ayer viví, en lo que ahora vivo. Y son para no leer. O no son para leer. O sí, que tampoco se sabe en este instante quedo…
Veo gentes que se mueven sin ton ni son. Más sin ton que con son. Que van a todos lados y a ninguna parte. De alguna manera este lugar también es ninguna parte. Entre esos seres se desplaza una figura difusa que reconoce con claridad lo que trasluce mi inteligencia, lo que pergeño en el silencio. Lo sé porque sonríe y los demás - no pueden observar más allá, es imposible -, miran al suelo. Nadie sonríe de verdad si no está contento - se percibe en lo que atisban sus ojos -. Nadie dirige esa mirada al suelo si no vive en gris. Sé que yo también algunas veces miro al suelo. Sé que no me gusta el gris…
Ya de vuelta – los billetes no daban otra opción. Mi forma de ser, tampoco -, oigo el chu chú y huelo el humo. No es posible… O sí. Puede que esté regresando a mí, otra vez…
Más tarde, mucho más tarde, aparezco en esa casa. Tres, dos, uno...