Feliz año nuevo…


Voy cerrando el año - ¡ya era hora! - por campos blancos, casi inmaculados. Son lugares del pasado que invierno a invierno se visten de gala para que los foráneos, esos que sólo nos desplazamos para comer y beber, creamos en la Navidad. En las calles y plazas que ocupaban mi visión hasta ayer había nieve, mucha nieve, para disfrute de los pequeños y de los que no lo son tanto. Pero también hay espacio para desear a los que lean esto un próspero año nuevo.

Y un deseo para todos, el del borracho cuando el camarero le pregunta: ¿Qué quiere…? Y él, quizás en su momento más cuerdo, le contesta: Yo sólo quiero que se acabe la guerra en el mundo y que la gente sea feliz.

Pues eso…

Uno de los otros…




Yo fui uno de los otros, lo confieso padre. Cuando aquel día, perdido y solo, pregunté por dónde tenía que seguir, cuál era tu propuesta, dónde estaba mi ventura, levantaste un brazo y sin mirar siquiera señalaste convencido aquel extraño cruce en el frondoso bosque, aquél del que nacían multitud de caminos. Tenía que ser yo, me dijiste con sabiduría, el que optara. En la vida no hay otra solución. Y elegí el bueno. Y anduve por una senda nueva que muchos antes habían abierto para mí. Algunos, los más osados, eligieron una vereda diferente, más agreste y sucia. Y acertaron también. Aquéllos, los más débiles, partieron sin mucha confianza, ni en sí mismos siquiera, pero descubrieron sorprendidos su destino como los demás. Casi nadie erró. Tal vez un terco que no quiso caminar. Quizás un necio que no quiso ver. Puede que un triste que no pudo escuchar. Nada importante para una obra tan colosal.

Conocí maestros, improvisados algunos, que en otros tiempos y a otras edades agarraron fuertemente mi mano para llevarme hasta el final, su final, para que no me perdiera decían. Reviso despacio la historia, la parte de la que me acuerdo, y encuentro consejos vacíos de gentes que no importan sobre los destinos que deseché, igual que se desechan las cosas gratuitas, las que no valen. Es curioso, padre, que siendo uno de los otros jamás me sentí diferente. Es gratificante comprobar cómo siendo el único que no me dijo lo que tenía o debía hacer, llegaras a influir de aquella manera tan determinante en mi formación hasta convertirme en el hombre que ahora soy.

Gracias padre, porque a pesar de sentirme diferente hiciste conmigo lo mismo que con los demás, que no es poco. Sin distinciones. Sin cortapisas. Sin ambages. Gracias padre, por reírte a carcajadas de lo que no tenía importancia. Gracias padre, por enseñarme también a reír, aunque a veces no me salga bien.

Hoy, en esta Navidad de ausencias, en la que un teléfono sordo me hace compañía, estarás más presente que en ninguna. Sólo quería que lo supieras, que luego me dices que no me explico bien. Y quien quiera entender… que entienda.

El regalo



Hoy recibí un regalo por correo. No era una carta llena de promesas para arreglar a buen precio los desperfectos de mi cuerpo. Tampoco una misiva donde se me felicitara por haber sido elegido entre catorce millones de personas para participar en un estupendo sorteo. Era un pequeño paquete de papel antiguo que contenía un “cedé” en el que un Feliz Navidad 2008 abría de par en par unos cuantos villancicos, de los de siempre, de los del corazón.

Introduje el disco en el equipo y presioné el “play”, que es lo que se hace habitualmente cuando queremos escuchar música. La sorpresa que me llevé fue grande cuando aquel artefacto, en lugar de cantar, me habló. Sí, me hablaba a mí. Me contó en la voz pausada de un amigo cómo fui una vez, cómo vivimos la Navidad hace tanto y me recordó (eso no se hace) que ya era un “veterano de la nostalgia”. Me gustó mucho, entre otras cosas porque nadie antes me había felicitado la Navidad de esa manera.

Tienes que saber, amigo Lorenzo, que el de la presencia menuda, el de las carpetas de cartón, el de las canciones en papel gastado… este año no llamará – desde allí, ya sabes, no se puede – pero su agujero se llena un poco con gente como tú. Nos vemos en el cruce para retomar el camino.

Gracias.



Tiempo de silencios



“No pensar. No pensar. No pienses. No pienses en nada. Tranquilo, estoy tranquilo. No me pasa nada. Estoy tranquilo así. Me quedo así quieto. Estoy esperando. No tengo que pensar. No me pasa nada. Estoy tranquilo, el tiempo pasa y yo estoy tranquilo porque no pienso en nada. Es cuestión de aprender a no pensar en nada, de fijar la mirada en la pared, de hacer que tú quieras hacer porque tu libertad sigue existiendo también ahora. Eres un ser libre para dibujar cualquier dibujo o bien para hacer una raya cada día que vaya pasando como han hecho otros, y cada siete días una raya más larga, porque eres libre de hacer las rayas todo lo largas que quieras y nadie te lo puede impedir”. Luis Martín Santos. Tiempo de silencio.


Sé que tardé mucho en volver, pero es que fui a Madrid a buscar la Navidad. Me entretuve mirando millones de luces, de todos los tamaños y colores, que abrieron de par en par los ojos de mis churumbeles, esos que todavía no se dan cuenta de que esas lámparas solo enmascaran la triste realidad y que sólo se puede comprar lo que un bolsillo da de sí. Me distraje empujando tranquilamente a personas cargadas con bolsas de plástico en las que guardaban los abalorios que luego les traerán los Reyes Magos, que como todo el mundo sabe no son los padres. Me alegré cuando encontré entre cientos de libros algunos que estuve buscando mucho tiempo y que estaban en aquel lugar, escondidos, esperando a que alguien como yo los adoptara.

Al principio y al final el llanto es muy fácil. En el intervalo puede ocurrir de todo. Así es una existencia. Las lágrimas de los niños pueden devenir por mil motivos o estrategias. Una simple rabieta, un dolor causal o casual, un golpe a destiempo,... hacen que explote de repente una máquina perfecta entrenada para lagrimear, si bien igual que empiezan la función, su estudiada función, son capaces de terminarla de forma súbita. Y aquí no ha pasado nada. Los viejos no, ellos lloran de otra manera. Casi siempre por pena. Y es que un corazón gastado no soporta las ausencias y se ve impotente ante la crueldad del paso del tiempo. Ya no soy el que fui. Ni sé por qué todo cambió tan rápido. Ayer vi cómo lloraba un anciano. Ayer me sentí mal porque ante las ausencias, las presentes y las que vendrán sin remedio, las suyas y las mías, nada se puede hacer. ¿Cómo consolar la nostalgia o las añoranzas? ¿Cómo luchar por devolver la galanura al que ya no se ve? ¿Por qué todo pasa con tanto vértigo?

Ayer volví de la capital con una pena, algún que otro libro que no existe en las librerías del lugar donde duermo casi siempre y cientos de luces de colores revoloteando por los alrededores de mi cabeza.

Hoy veo las cosas de otra manera. Es la vida. Y ese vértigo cabrón...

 
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