“Coger pinturas y mezclarlas en la paleta sin tela ante nosotros en la que poder pintar. Mandar traer piedra para burilar sin tener buril ni ser escultor. Hacer de todo un absurdo, perfeccionar haciéndolas fútiles todas nuestras estériles horas. Jugar a escondidas con nuestra conciencia de vivir. Esculpir en silencio nulo todos nuestros sueños de hablar. Estancar en torpor todos nuestros pensamientos en acción. Oír a las horas decirnos que existimos con una sonrisa encantada e incrédula. Ver al Tiempo pintar el mundo y encontrar al cuadro, no sólo falso, sino hueco." Bernardo Soares. Tenedor de libros de la ciudad de Lisboa.
El rostro de la luna se refleja en tu silueta presumida en medio de la bruma que ha conquistado la noche para un sueño eterno. Hay un río que quiere ser mar y rebota azules infinitos sobre las cúpulas de esas iglesias que vieron tanta historia, que gozaron la crónica en las conquistas del non plus ultra, que sufrieron la derrota con fervor religioso y un pañuelo enamorado en la cabeza. En las cuestas, el acero y los cables hacen incisiones de sangre gris en el recorrido que luego el amarillo intenso esparcirá en un contraste imprevisto por toda la ciudad con alegría. No hay cámara capaz de recoger lo que el ojo del artista percibe. Y hay más. El viejo trovador, desde el fondo de una garganta rota y acompañado de un desvencijado acordeón que sólo suena para él, lanza bocanadas de tristeza al cielo bosquejando el contorno de lo que luego serán las nubes, ésas que atenúan el brillo en los tejados de la vieja Alfama. Y hay mucho más. La Dama aguarda, sin reconstruirse, esperando un nuevo cataclismo. Viejas fachadas de presumidos azulejos intermitentemente desgastados, ventanas de madera blanca raídas por el salitre y el viento, suelos dameros blancos, negros, y blancos y negros, y negros y blancos… No hay necesidad de restaurar lo que mañana volverá a caer. Píntalo, querido amigo, para que lo recuerde. Perfílalo, hermano, para que creamos en el día que existió la saudade. Sigue habiendo más. Viven estampas en sus calles de cuento, en sus rastros de otra época, en sus lonjas de plazuela melancólica que hay que guardar para la eternidad. Lisboa sabe que sus gentes venden fruslerías en mercados antiguos, que la edad avanza sin remedio entre la quincalla y que sus costanas estuvieron ahí siempre, guardando baratijas de mercaderes sin otro oficio que el de ver pasar el tiempo. Lisboa espera que un amigo venga y refleje en el arte su mejor dibujo. Las palabras, a veces, no descubren la descripción de lo que ven y es en lo abstracto, en lo figurado, tal vez en lo más puro, donde uno encuentra lo que nunca buscó, lo que pasó inadvertido entre el bullicio, lo que Bernardo, en su error más flagrante, creyó falso y hueco.
El rostro de la luna se refleja en tu silueta presumida en medio de la bruma que ha conquistado la noche para un sueño eterno. Hay un río que quiere ser mar y rebota azules infinitos sobre las cúpulas de esas iglesias que vieron tanta historia, que gozaron la crónica en las conquistas del non plus ultra, que sufrieron la derrota con fervor religioso y un pañuelo enamorado en la cabeza. En las cuestas, el acero y los cables hacen incisiones de sangre gris en el recorrido que luego el amarillo intenso esparcirá en un contraste imprevisto por toda la ciudad con alegría. No hay cámara capaz de recoger lo que el ojo del artista percibe. Y hay más. El viejo trovador, desde el fondo de una garganta rota y acompañado de un desvencijado acordeón que sólo suena para él, lanza bocanadas de tristeza al cielo bosquejando el contorno de lo que luego serán las nubes, ésas que atenúan el brillo en los tejados de la vieja Alfama. Y hay mucho más. La Dama aguarda, sin reconstruirse, esperando un nuevo cataclismo. Viejas fachadas de presumidos azulejos intermitentemente desgastados, ventanas de madera blanca raídas por el salitre y el viento, suelos dameros blancos, negros, y blancos y negros, y negros y blancos… No hay necesidad de restaurar lo que mañana volverá a caer. Píntalo, querido amigo, para que lo recuerde. Perfílalo, hermano, para que creamos en el día que existió la saudade. Sigue habiendo más. Viven estampas en sus calles de cuento, en sus rastros de otra época, en sus lonjas de plazuela melancólica que hay que guardar para la eternidad. Lisboa sabe que sus gentes venden fruslerías en mercados antiguos, que la edad avanza sin remedio entre la quincalla y que sus costanas estuvieron ahí siempre, guardando baratijas de mercaderes sin otro oficio que el de ver pasar el tiempo. Lisboa espera que un amigo venga y refleje en el arte su mejor dibujo. Las palabras, a veces, no descubren la descripción de lo que ven y es en lo abstracto, en lo figurado, tal vez en lo más puro, donde uno encuentra lo que nunca buscó, lo que pasó inadvertido entre el bullicio, lo que Bernardo, en su error más flagrante, creyó falso y hueco.
1 comentarios:
Pablo lo ha clavado una vez más, precioso, y también tú, alelo, precioso.
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