Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.
Pablo Neruda.
En la aterida y temprana mañana de aquel domingo se acercó hasta mí para preguntarme si le invitaba a un café. ¿Quiere usted también una magdalena?, le dije convencido sorprendiendo a mi desconfiada inteligencia, a la recelosa sospecha por la presencia mal vestida de un extraño. ¿Por qué le tendría yo que invitar a una magdalena si no lo conozco de nada?, pensé. Me vendría muy bien, gracias, porque no he comido nada desde ayer, alegó en un tono que en otro momento hubiera parecido una excusa.
Volvió a la mesa, la única vacía de aquel bar, y con un gesto torero y desenfadado hacia una de las sillas que le rodeaban me incitó a acompañarle. No sé por qué, pero me senté con él. Durante diez o quince minutos o yo qué sé cuánto tiempo no hablamos, ni una sola palabra se cruzó entre nuestras perdidas miradas. Creo que él observaba el horizonte. Y yo tampoco. Dio buena cuenta del desayuno y tras limpiarse con una servilleta de papel como sólo saben hacerlo los señores en el después de un festín, me miró a los ojos y dijo: ¿A usted no le “aúllan” los gatos?
Tampoco sé por qué pero en aquel momento no me sorprendió la pregunta. O sí, que ahora no lo recuerdo bien. Le quise decir que ya me había maullado alguno, pero le contestó mintiendo la otra voz que habla por mí cuando estoy en el lugar donde se esconden las palabras: Todavía no.
Se levantó de la silla, se puso un raído abrigo gris, ajustándose un sucio fular al cuello y se marchó. Un segundo antes de abandonar la cafetería y dejarme con la soledad y un café medio vacío como únicos compañeros se dio la vuelta y me dijo: ¡Ya le aullarán!
Entonces supe que ese día los dos estábamos ocupando un mismo espacio. Y aunque aún no me había dado cuenta, su experiencia ya lo sabía.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.
Pablo Neruda.
En la aterida y temprana mañana de aquel domingo se acercó hasta mí para preguntarme si le invitaba a un café. ¿Quiere usted también una magdalena?, le dije convencido sorprendiendo a mi desconfiada inteligencia, a la recelosa sospecha por la presencia mal vestida de un extraño. ¿Por qué le tendría yo que invitar a una magdalena si no lo conozco de nada?, pensé. Me vendría muy bien, gracias, porque no he comido nada desde ayer, alegó en un tono que en otro momento hubiera parecido una excusa.
Volvió a la mesa, la única vacía de aquel bar, y con un gesto torero y desenfadado hacia una de las sillas que le rodeaban me incitó a acompañarle. No sé por qué, pero me senté con él. Durante diez o quince minutos o yo qué sé cuánto tiempo no hablamos, ni una sola palabra se cruzó entre nuestras perdidas miradas. Creo que él observaba el horizonte. Y yo tampoco. Dio buena cuenta del desayuno y tras limpiarse con una servilleta de papel como sólo saben hacerlo los señores en el después de un festín, me miró a los ojos y dijo: ¿A usted no le “aúllan” los gatos?
Tampoco sé por qué pero en aquel momento no me sorprendió la pregunta. O sí, que ahora no lo recuerdo bien. Le quise decir que ya me había maullado alguno, pero le contestó mintiendo la otra voz que habla por mí cuando estoy en el lugar donde se esconden las palabras: Todavía no.
Se levantó de la silla, se puso un raído abrigo gris, ajustándose un sucio fular al cuello y se marchó. Un segundo antes de abandonar la cafetería y dejarme con la soledad y un café medio vacío como únicos compañeros se dio la vuelta y me dijo: ¡Ya le aullarán!
Entonces supe que ese día los dos estábamos ocupando un mismo espacio. Y aunque aún no me había dado cuenta, su experiencia ya lo sabía.
Para Qq.
Él sabe por qué,
aunque no sepamos el cuándo.
Él sabe por qué,
aunque no sepamos el cuándo.