No me gustaba aquel cuarto. Cuando ponía el pie en él, era la segunda vez y no sería la última, me daba la sensación de haber retrocedido más de treinta años en el calendario. Las aulas del viejo colegio en el que estudié eran del mismo estilo, se vestían con la misma dejadez. La única diferencia estribaba en que en la prisión no había frailes. Nunca me gustó el Colegio. Demasiado estricto, demasiado oscuro. La memoria me recordaba de vez en cuando aquellas frías clases donde un rancio profesor, con un traje gris manchado de tiza y una corbata mal anudada, explicaba por el viejo método matemáticas o historia, que daba lo mismo. Entonces una congoja se apoderaba de mi cuerpo sin saber concretamente por qué. No encontraba una explicación coherente a esa gélida y desagradable reacción corporal. Quizás sí. Sólo me gustaban las clases de literatura, con independencia de quién las impartiera. Leer, lo que fuera, era una devoción y escribir, sobre todo, una pasión. Y lo hacía en secreto. Un día, aquel fraile me descubrió emborronando letras y me quitó aquella poesía garabateada en un folio en blanco. Era para ella. Para mi sonrojo la leyó en voz alta, a toda la clase. Nunca olvidaría cómo veintisiete adolescentes reían sin parar ante la lectura burlona e irónica de aquel individuo.
Una funcionaria la trajo del brazo y, antes de cerrar la puerta, dijo un “tienen media hora” que retumbó en mis sienes. Siempre media hora. Siempre el mismo protocolo. Me sonrió. Esta vez sí le salió una sonrisa parecida a las que conocí en otro tiempo, esas que siempre recordé con cariño. Parecía encontrarse mejor. Su aspecto indicaba que se había arreglado para la reunión. Una sombra de ojos y un ligero carmín retrataban con certeza lo que digo. Ahora no transmitía pena, aunque tampoco parecía una mujer segura de sí misma como antaño.
Me voy a acostumbrar a que vengas, dijo sonriendo. Parecía contenta. Algo había cambiado, no sólo en su aspecto externo. He estado esperando este momento toda la semana - dijo avergonzada con una voz que parecía no querer salir de su cuerpo -. No sé por qué pero me gusta que vengas…
No sabía cómo romper el hielo. No tenía ni idea de cómo empezar aquella conversación. Tenía que contarle toda la verdad, el fin que me había llevado hasta ella, pero las palabras me habían abandonado. Alguna que otra vez me ocurría. Mi cerebro parecía bloquearse y no mandaba señales al resto del cuerpo. Entonces podía salir de mi boca cualquier cosa. Soy abogado, le dije sin pensar. Se me escapó. Tal vez quise decir otra cosa, pero solté con una ridícula voz hueca: Soy abogado. Mi cabeza se fue directamente a aquel momento, años atrás, en el que le dije un no que quería decir sí. Había metido la pata otra vez, veintitantos años después. La historia siempre se repite, es inevitable en el ser humano.
Pero esta vez ella sí reaccionó. Su cara cambió de expresión. Ahora transmitía un claro enfado. Se levantó rápidamente, dejando caer la silla en la que estaba sentada momentos antes al suelo. Sin decir nada dio media vuelta y se dirigió a la puerta de salida. Se iba. Estaba ofendida. Dio varios toques con la palma de la mano para que abriera la funcionaria. Volvió a golpear la puerta insistentemente. La agarré como pude de los brazos y la retuve por un momento. Déjame que te explique, supliqué. Déjame que te cuente por qué estoy aquí, añadí desesperado.
Ella parecía no escuchar mis palabras. Sólo quería salir de aquel cuarto, como fuera. Iba a marcharse sin decir nada. Antes de que abrieran la puerta de hierro le dije: Siempre estuve ahí, en la otra orilla, esperando a que llamaras, esperando que me dijeras si... Soy el mejor de tus recuerdos, no lo olvides.
Por un momento pareció dudar. Pensé que iba a cambiar de opinión y que olvidaría lo sucedido. La puerta se abrió pero ella no se movió. Detuvo su marcha. Se quedó parada y me dijo fríamente que la había engañado, que era como los demás. Pensé que eras distinto, fueron sus últimas palabras antes de atravesar la línea que la separaba de la libertad. Oí el chirrido estridente del cerrojo, ante mis propias narices. No pude hacer nada por evitarlo. Se había ido y puede que nunca la volviera a ver. Todo se había venido abajo por mi propia torpeza…