El otro día fui a Madrid. Los trescientos kilómetros que separan la ciudad donde habitualmente trabajo de la capital del país se pueden hacer desde hace unos meses por autovía. Todo el recorrido con el coche a ciento veinte por hora, ni uno más ni uno menos. En los tiempos que corren no se puede correr – Sí, ya sé que la frase es un contrasentido, pero es la realidad -. Si vas a más velocidad, si se te ocurre ir más rápido, si te da por pisar el acelerador sin darte cuenta… te hacen unas maravillosas fotos los señores de la Guardia Civil que te dejan sin puntos. Y yo sin puntos ya no sé conducir.
Todo iba viento en popa hasta que en las cercanías de la gran urbe, en la salida dieciocho – que antes era la dieciséis, que antes era la… - para ser más exacto, me di de bruces contra un atasco. Sí, un atasco, una cosa de esas en las que una ingente cantidad de vehículos a motor se quedan parados en fila india hasta que al “espabilao” que va primero le da por arrancar otra vez (¿Por qué se pondrá el primero si siempre es el que va más despacio?). En ese lugar, a diestra y siniestra, millones de personas descargan sus tarjetas de crédito y débito en cualquiera de las grandes superficies comerciales que han construido en lo que antes era campo yermo. Y todo ello para que tengamos algo que hacer, para entretenernos durante el fin de semana. Allí se puede encontrar de todo lo que no necesitamos: muebles en fascículos que luego uno nunca acaba de encajar por culpa del tornillo “strongen” que desapareció misteriosamente de la caja verde, ropa de moda que luego no te pones porque se pasa de ídem cuando deja de llover, artefactos varios para mejorar la salud haciendo deportes que no sabías ni que existieran, cachivaches para trabajar en el jardín si es que acaso lo tenemos y si después los sabemos utilizar, clínicas para ponerse o quitarse cosas del cuerpo en 24 horas, hipermercados con comida de todos los países del mundo donde se come algo, establecimientos de comida rápida y mala pero que regalan a los niños un bonito juego que no sirve para nada y que es casi imposible montar, etcétera.
Pues bien, cuando llevaba diez minutos en el susodicho atasco, empecé a impacientarme… empecé a acordarme de la madre del que iba primero (esto me han dicho luego que es lo habitual cuando uno por culpa del tráfico se colapsa a la entrada de Madrid). Después me acordé del alcalde inútil que consentía aquel embudo infame en pleno siglo XXI – esto no me costó trabajo alguno porque últimamente todos se meten con él, esa es la verdad, y los insultos me salían solos -. Después salieron de mi boca cosas como “aquí no vuelvo”, “no sé cómo pueden vivir aquí”, “esto es de locos”, “esto no es calidad de vida”, “es insufrible”, “así va el país”, “la culpa es de Zapatero” (antes le echaba la culpa a Aznar, pero esos eran otros atascos), “¿quién me manda a mí! y mil cosas más que no me acuerdo porque eran “palabrotas”. Finalmente... finalmente recapacité, que no sé lo que es pero la verdad es que me quedé muy tranquilo.
Y es que me acordé que cinco años atrás - o seis o nueve, que da lo mismo para lo que quiero contar – para llegar desde la ciudad donde entonces también vivía hasta la capital de España, que era la misma también, había que transitar por carreteras inmundas, atravesar muchos pueblos e invertir cuatro horas y media en hacer el mismo recorrido que hoy se hace en dos horas y treinta y cinco minutos (dos horas y media de viaje y cinco minutos de atasco en la salida dieciocho, que antes era la dieciséis, que antes era…) sin pasar de ciento veinte, ni uno más ni uno menos.
Y es que el ser humano, especie en la que me incluyo, es así: De lo malo nos solemos olvidar con una facilidad asombrosa cuando probamos lo bueno. Entonces creemos que lo hemos tenido toda la vida. Y como tenemos derecho a ello lo exigimos.
Todo iba viento en popa hasta que en las cercanías de la gran urbe, en la salida dieciocho – que antes era la dieciséis, que antes era la… - para ser más exacto, me di de bruces contra un atasco. Sí, un atasco, una cosa de esas en las que una ingente cantidad de vehículos a motor se quedan parados en fila india hasta que al “espabilao” que va primero le da por arrancar otra vez (¿Por qué se pondrá el primero si siempre es el que va más despacio?). En ese lugar, a diestra y siniestra, millones de personas descargan sus tarjetas de crédito y débito en cualquiera de las grandes superficies comerciales que han construido en lo que antes era campo yermo. Y todo ello para que tengamos algo que hacer, para entretenernos durante el fin de semana. Allí se puede encontrar de todo lo que no necesitamos: muebles en fascículos que luego uno nunca acaba de encajar por culpa del tornillo “strongen” que desapareció misteriosamente de la caja verde, ropa de moda que luego no te pones porque se pasa de ídem cuando deja de llover, artefactos varios para mejorar la salud haciendo deportes que no sabías ni que existieran, cachivaches para trabajar en el jardín si es que acaso lo tenemos y si después los sabemos utilizar, clínicas para ponerse o quitarse cosas del cuerpo en 24 horas, hipermercados con comida de todos los países del mundo donde se come algo, establecimientos de comida rápida y mala pero que regalan a los niños un bonito juego que no sirve para nada y que es casi imposible montar, etcétera.
Pues bien, cuando llevaba diez minutos en el susodicho atasco, empecé a impacientarme… empecé a acordarme de la madre del que iba primero (esto me han dicho luego que es lo habitual cuando uno por culpa del tráfico se colapsa a la entrada de Madrid). Después me acordé del alcalde inútil que consentía aquel embudo infame en pleno siglo XXI – esto no me costó trabajo alguno porque últimamente todos se meten con él, esa es la verdad, y los insultos me salían solos -. Después salieron de mi boca cosas como “aquí no vuelvo”, “no sé cómo pueden vivir aquí”, “esto es de locos”, “esto no es calidad de vida”, “es insufrible”, “así va el país”, “la culpa es de Zapatero” (antes le echaba la culpa a Aznar, pero esos eran otros atascos), “¿quién me manda a mí! y mil cosas más que no me acuerdo porque eran “palabrotas”. Finalmente... finalmente recapacité, que no sé lo que es pero la verdad es que me quedé muy tranquilo.
Y es que me acordé que cinco años atrás - o seis o nueve, que da lo mismo para lo que quiero contar – para llegar desde la ciudad donde entonces también vivía hasta la capital de España, que era la misma también, había que transitar por carreteras inmundas, atravesar muchos pueblos e invertir cuatro horas y media en hacer el mismo recorrido que hoy se hace en dos horas y treinta y cinco minutos (dos horas y media de viaje y cinco minutos de atasco en la salida dieciocho, que antes era la dieciséis, que antes era…) sin pasar de ciento veinte, ni uno más ni uno menos.
Y es que el ser humano, especie en la que me incluyo, es así: De lo malo nos solemos olvidar con una facilidad asombrosa cuando probamos lo bueno. Entonces creemos que lo hemos tenido toda la vida. Y como tenemos derecho a ello lo exigimos.
6 comentarios:
Moraleja: a Madrid hay que ir en autobús. También se atasca, pero menos.
Si ej que...
Será en tren porque el autobús se atasca igual, pero con más gente.
Cierto homo automovilísticus.
Todos nos olvidamos de la logística cuando funciona. Y, en general, solo reparamos en lo que falla.
Curioso.. Los periódicos solo hablan de política y de fútbol.
Tiene que aprender a disfrutar de lo bueno de los atascos.
Fomentan la paciencia y observar a algunas especies que lo conforman es tremendamente divertido (en especial, si a su lado se sitúa un coche tuneado con "la Vane" o "el Jonathan" de turno.
La ventaja del autocar en un atasco es, que si no se es el conductor, fomenta muchísimo la lectura y las siestas.
Espero que el resto de su viaje fuera más gratificante.
Un saludo
Oye, sólo una cosita, ... que a mí me ha sobrado un Stongen de esos, por si te hace falta.
Un abrazo
Citando al refranero populá, una vez al año no hace daño, según de qué trate, añadiría yo.
To los días es otra cosita.
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