Almu-pena...



Línea 8. Aldea Moret-Mejostilla de Espadero. Con la mirada clavada en el espejo retrovisor, el conductor del autobús espera impaciente la llegada a la carrera de una joven. Casi no llego, llega a decir entre jadeos mientras se acomoda en primera fila. Ella no paga. Ningún día paga. Los pasajeros habituales parecen ser sabedores y cómplices de ello.


Saluda sin querer y con una mano recogida dentro de unos viejos guantes de lana a un compañero de viajes y fatigas, más de lo segundo que de lo primero o más de lo primero que de lo segundo, que todo puede ser. Saluda como si no quisiera saludar, quizás por el recuerdo borroso de lo que sucedió anoche, un recuerdo que le dice que una cara tan delicada como la suya – Pareces una princesa, le decía su padre cuando era niña - no debe ser golpeada jamás. Y menos aún por una triste “papelina”.


Primera parada. Con un “Hola Almudena” se acerca a su asiento un chaval que acaba de subir. Tiene, como ella, el gesto curtido por el sol y una media sonrisa perenne que enseña una hilera de dientes oxidados, cuando los hay, por años inyectados en heroína. ¿Dónde vas? - le pregunta mientras guarda un envoltorio de papel plata en los bolsillos intentando que ella no se dé cuenta. O intentando que sí. ¿Dónde voy a ir?, al mismo sitio que todos – le contesta esquivando descaradamente su mirada.


Segunda parada. Dos nuevos jóvenes entran el autobús y se dirigen a la parte de atrás. Parece que no han dormido bien, ni ayer ni nunca. La ropa holgada que un lejano día ajustó en sus cuerpos ayuda a ofrecer una imagen de dejadez mayor, si acaso cabe. También parecen tener prisa, una prisa que les lleva todos los días a ninguna parte. Siempre corriendo, con esa celeridad que mete el “jaco” por las venas a quien se engancha. ¿Por qué correr si no hay a donde ir?


Tercera parada. Del fondo de un gran bolso lleno de nada la nueva viajera saca una vieja tarjeta de crédito y simula el gesto de introducirla en el lector. El conductor, acostumbrado a la treta, le dice un “buenos días” que suena a un “lo de siempre”. Rápidamente se incorpora al grupo de la parte de atrás gritando desde el fondo: ¡Almudena, que no dices “ná”! ¿Te hemos hecho algo? Y ella disimula, como sólo lo hace alguien que ha aprendido a representar un papel de protagonista en el teatro de la vida y de la muerte.


Quinta parada. ¡Es la nuestra!, una voz ronca - gastada diría – interrumpe el obligado silencio del transporte público, una voz que hace que todos salgan del autobús como si el diablo - ¿quién si no? - les estuviera esperando. ¡Vamos!, le grita el de la capucha a Almudena. Ella asiente y hace el gesto de acompañarles… pero en el último instante se da la vuelta y regresa al asiento con una sonrisa pícara. Se cerraron las puertas. Continúa la marcha. Continuará sola. El gesto de asombro de sus compañeros le dice que esta vez le ha salido bien.


Fin del trayecto. San Pedro. Almudena se baja. Mira a derecha a izquierda. Comprueba que está sola. Hoy dirigirá los aparcamientos del Hospital. Es la reina de los aparcacoches. Y sólo necesita unos cuantos euros. Sólo necesita un poco de dinero para comprar una dosis, su dosis. Hoy no tendrá que tomar “metadona”. Hoy y durante un buen rato estará contenta. Hoy y durante un buen rato mi cabeza no parará de dar vueltas a lo que vi y sentí.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

que historia tan dura y tan real.

Ada

alelo dijo...

Real sí. Sobretodo porque me pasó a mí el otro día cuando llevé el coche al taller allá por Aldeamoré o Villa Olímpica y tuve que volver en autobús.

Luc, Tupp and Cool dijo...

Duro barrio, el de Aldeamoret, al menos, por lo que recuerdo. Sólo fui una vez a “Las Minas” y, no me siento orgullosa al decirlo, fue para comer una determinada “tapa” que hacían muy bien en un bar de esa zona.

Quizá esa Almupena del autobús sea la misma chica que tiritaba entre los coches una mañana del último enero. Yo salía del San Pedro, tras pasar la noche cuidando a un ser muy querido, y también tiritaba un poco, por contraste entre la temperatura exterior y la del Hospital. Muy cerca de las puertas de la Ciudad Deportiva –las de toda la vida, que no sé si hay otras ahora- apareció ella, como si surgiera de la nada. Tal vez estuviera acurrucada, o tal vez yo, distraída en mis pensamientos, no me había apercibido de su presencia. Pero de pronto, allí estaba, las manos dentro de los bolsillos de una vieja cazadora de ante, única prenda de abrigo que llevaba encima. Sonreía, extrañamente elegante a la luz de la mañana, y me miraba a los ojos con una confianza, no sé si genuina o falsa, que a mí me agradó. Yo también le sonreí con los ojos; aunque no le di nada, ni ella me lo pidió. Pero cuando, ya dentro del coche, pasé cerca de ella, muy despacito, paré, esperé a que se acercara a la ventanilla, y le di un euro, que cogió sin prisas y agradeció con otra mirada directa y otra sonrisa. No me sentí mejor, la verdad. Quizá, fugazmente, pensé en Chaplin, como lo hago a veces, y en su crítica implacable a las caridades de cartón piedra. Pero seguí mi camino, tranquila, atenta sólo a la calzada y a los recuerdos que despertaba en mí la vista del instituto en que estudié antaño. Cuando iba por la Plaza de Colón, ya la había olvidado.

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