Busco en los cajones de mi memoria el lugar donde guardo los recuerdos de mi abuelo. No me es difícil encontrarlos porque los acontecimientos de los últimos días han dirigido mis pensamientos, una y otra vez, hasta él. Y encuentro estampas en blanco y negro de un hombre bueno, retazos de un hombre que cenaba cada noche un huevo frito con trocitos de cebolla por encima y un buen vaso de vino “savin” blanco. Y veo a seis, siete, ocho nietos, los más pequeños, corriendo a buscar su bastón y una bota tuerta, esa que encajaba como podía en un pie partido y estrangulado en la infancia por el terrible descuido de una niñera. Veo un ¿quién me trae…? que da inicio a una lucha fratricida para conseguir como trofeo una pequeña moneda o un caramelo que después daba también a los perdedores.
Veo tranquilidad y sabiduría detrás de su periódico, de su traje oscuro abrochado por un solo botón y de sus gafas redondas de pasta, unas gafas que le aportaban un aire antiguo y que quizás sirvieron para ver de otra manera los miedos o para protegerse tras los cristales de los suyos, de sus malditos miedos…
Veo con una claridad que se me hace irreal sus tertulias del “Metropol” reflejadas en las fotos viejas de los Cafés Gijón de España; señores con gabardina, gomina y perilla en el edificio de ladrillo de la “Perra gorda” y los paseos sabatinos por la “bandeja” del viejo Paseo Alto, donde el Señor Ciriaco vendía, cuando quería, bolsas rancias de aceitunas a peseta.
Veo a un hombre tumbado en una cama, provisto de una demencia cuerda – más cuerda que nunca – y diciéndose a sí mismo a gritos: ¡Que vienen a por mí, que me llevan al molino…! Y veo dentro de mí a un nieto, un chaval de seis o siete años a lo más, huyendo en la madrugada por las calles y cuestas de la ciudad, buscando el regazo de su madre, con un solo pensamiento al frente durante todo el trayecto: ¡Si vienen a por él… a mí no me cogen! ¡A mí no me llevan a ese molino! Y veo que aunque no me cogieron, el castigo merecido y los silencios de mi madre fueron de los que no se olvidan.
Y contemplo con tristeza, mucha tristeza, a un hombre que nos regaló un día de Reyes de no sé qué año su despedida, un hombre que en su último adiós maldecía en delirios el nombre del personaje que le cambió la vida, el hombre que amenazaba con volver a sacar “su” expediente cuando encomendaba a sabiendas trabajos injustos o inadecuados,…
Es que tenía demencia senil, oí decir a mis mayores justificando su previsible, más temprano que tarde, fallecimiento. Hoy creo que en esos momentos estuvo más cuerdo que nunca, aunque no lo supimos ver.
Gracias abuelo... porque sólo en la inconsciencia sacaste los daños que te hicieron y os hicieron.
Gracias abuelo... por haber sido mi abuelo.
Veo tranquilidad y sabiduría detrás de su periódico, de su traje oscuro abrochado por un solo botón y de sus gafas redondas de pasta, unas gafas que le aportaban un aire antiguo y que quizás sirvieron para ver de otra manera los miedos o para protegerse tras los cristales de los suyos, de sus malditos miedos…
Veo con una claridad que se me hace irreal sus tertulias del “Metropol” reflejadas en las fotos viejas de los Cafés Gijón de España; señores con gabardina, gomina y perilla en el edificio de ladrillo de la “Perra gorda” y los paseos sabatinos por la “bandeja” del viejo Paseo Alto, donde el Señor Ciriaco vendía, cuando quería, bolsas rancias de aceitunas a peseta.
Veo a un hombre tumbado en una cama, provisto de una demencia cuerda – más cuerda que nunca – y diciéndose a sí mismo a gritos: ¡Que vienen a por mí, que me llevan al molino…! Y veo dentro de mí a un nieto, un chaval de seis o siete años a lo más, huyendo en la madrugada por las calles y cuestas de la ciudad, buscando el regazo de su madre, con un solo pensamiento al frente durante todo el trayecto: ¡Si vienen a por él… a mí no me cogen! ¡A mí no me llevan a ese molino! Y veo que aunque no me cogieron, el castigo merecido y los silencios de mi madre fueron de los que no se olvidan.
Y contemplo con tristeza, mucha tristeza, a un hombre que nos regaló un día de Reyes de no sé qué año su despedida, un hombre que en su último adiós maldecía en delirios el nombre del personaje que le cambió la vida, el hombre que amenazaba con volver a sacar “su” expediente cuando encomendaba a sabiendas trabajos injustos o inadecuados,…
Es que tenía demencia senil, oí decir a mis mayores justificando su previsible, más temprano que tarde, fallecimiento. Hoy creo que en esos momentos estuvo más cuerdo que nunca, aunque no lo supimos ver.
Gracias abuelo... porque sólo en la inconsciencia sacaste los daños que te hicieron y os hicieron.
Gracias abuelo... por haber sido mi abuelo.