Ninguna de las clases que recibí habría podido evitar el incidente. Con un “porfa-ven-conmigo” consiguió convencer a mi otro yo, el inconsciente, para subir hasta donde no alcanzaba la vista, hasta donde se perdían aquellos cacharros de hierro que llamaban telesillas, hasta las puertas del mismísimo cielo. En tres días había desarrollado unas aptitudes que yo ni por edad ni adiestramiento llegaría a alcanzar nunca, pero un padre debe dar la cara siempre – así me lo enseñaron - y no defraudar a un hijo – así lo viví -. Por eso le acompañé. Por eso me subí en aquel artefacto que dejaba durante aquel trayecto eterno colgando mis pies al blanco vacío, unos pies tristemente soldados a unos pesados esquís.
Durante la subida continué hablándole – como habla un buen padre - de lo que tenía que hacer, cómo se tenía que bajar del asiento cuando llegara el momento: palos en una mano y con la otra un pequeño empujón, déjate llevar, no fuerces… hasta que me interrumpió: ¡Pero si yo ya he subido diez veces y tú ninguna!
Llegamos a la cumbre sin problemas. Hasta ahí todo fue bien. Los dos preparados para bajar. Cruce de miradas pendiente de un ¡adelante! Sin embargo sólo alcancé a oir un “te espero abajo”. ¡Será posible! No me dio tiempo a reaccionar. Intenté seguir su estela a mi ritmo, que más bien era lento – diría “acojonao” si no fuera una palabrota -.
A mitad de camino encontré parado al niño, que aburrido y cansado me estaba esperando. Es que vas muy despacio –me dijo, mientras pensaba yo que era él el que debía repasar el concepto velocidad en el colegio; Tengo que hablar con su profesor, me dije a mí mismo -. Es que yo tengo una forma de esquiar muy técnica y voy perfeccionando el trazado… - me intenté justificar mientras comprobé que arrancaba de nuevo sin decir adiós, dejándome otra vez tirado con aquel fatídico “te espero abajo”.
Otra vez la soledad. Otra vez tendría que apañármelas sólo. Y ahora no sabía qué hacer: la bajada por la derecha era terrible y la de la izquierda era peor. Del vertical centro ni hablamos. Lo que tenía que ser una “pista muy fácil” según el folleto de colorines que guardaba como oro en paño en mi bolsillo era en realidad una “putada” de las más gordas. ¿Qué hacer? ¿Me rindo?
De repente pasó. Bueno, quiero decir más bien que pasaron. Un profesor y cinco alumnos bajaban en formación, con los brazos extendidos y a un ritmo al que – para que me entiendan - el patito feo, que era yo, se podía acomodar. ¡Ahí voy! Me incorporé como pude al grupo conservando una determinada distancia. Iban muy despacio, haciendo giros suaves, realizando perfectos zig-zags de forma pausada, sacando el máximo rendimiento a mi particular forma de moverme sobre la nieve…
Al principio todo fue bien. No sé porqué pero los “al principios” casi siempre se me dan bien. Pero en un momento determinado el profesor gritó ¡Stop! y todos pararon ipso-facto, de golpe, inmediatamente, en menos de un metro… ¿Todos? ¡No! Todos menos yo que me empotré directamente contra el último esquiador haciendo caer como fichas de dominó a toda la tropa. En el suelo, con un esquí mirando para Laredo y el otro para Antequera, lleno de nieve hasta las orejas y con el cuerpo dolorido sólo acerté a decir un “no ha pasado nada” entre las risas de papá pato y los graciosos patitos. A nosotros no, pero a ti… añadió socarronamente el profesor.
Saqué fuerzas de flaqueza (¡vaya frase más cruel para el caso que me ocupa!) y recomponiendo espada, escudo y armadura me lancé como pude a un vacío que para mi felicidad ya no era tal: las cuestas habían dejado de ser inclinadas y una pequeña pendiente dirigía mis esquís – ahora sí me hacían caso - hacia el lugar donde, ya desesperado, estaba aquel muchacho del “te espero abajo”.
¿Qué te ha pasado? ¿Por qué has tardado tanto? – me preguntó extrañado. Nada – le dije yo como si conmigo no fuera la cosa -, que me he llevado por delante a toda la Escuela de Esquí de Alta Montaña de Sierra Nevada. Algo sin importancia.
Juro que no paró de reír en un buen rato. Y sólo cuando terminaba de contarle “el sucedido” acertaba a decir entre lo que vulgarmente se entiende por carcajadas: Cuéntamelo otra vez papito, que es muy divertido.
Media hora después vi pasar al mismo grupo esquiando primero sobre una pierna y después sobre la otra, como si fueran bailarinas. Si no fuera por el letrero que acerté a leer en la espalda del profesor pensaría que no estaban bien de la cabeza: Escuela de Adiestramiento y Perfeccionamiento Alpino.
Elegí mal. Elegí como compañeros de viaje a los hijos funambulistas del dueño del Circo Price. Más o menos.
Lo único positivo del asunto es que hice pasar un buen rato al chaval. Digo yo.
7 comentarios:
Menos mal que no hace falta que lo cuentes otra vez porque puedo leerlo...
Carcajadas yo también, como tu niño...
muy bueno
Eso es que viste al correcaminos que se paró de golpe y te llevaste la fábrica ACME de golpe, lo mejor de todo es que no hubo ni precipicio, ni roca en la cocorota. jejejeje
Muy bueno Alelo, me estoy riendo ajajajajaja.
pdta.:No te firmo el post porque ya sabes quien soy jejejeje ¡Que bueno!
jejeje
me hubiese gustado verte la cara
bueno, seguro que la mía hubiera sido peor. eso de las alturas no lo llevo bien.
por cierto, rosita ha cumplido 20!
cómo pasan los años... jeje
un beso
siempre es un placer saber de tus historias
Te lo dije brode, culoplás, es lo que corresponde a gentes de secano, de todas formas, habría que ver a los de las risitas en acción.
Cambiando de asunto, hay que ver que cantidad de reyes magos hay en madrí, ¿no decian que era Él el único que era único y trinaba (cual gurriato)? pues aqui trinan los reyes magos de lo lindo también, que lo sepai, eso si, no sueltan prenda.
Ale, que os hayan traido cosas muy chulis, las de Rosita ya me las se que me las dijo antes (felicidades otra vez).
Buenísimo, me he reído un buen rato.
Acabo de darme cuenta de que has puesto un acceso a mi Blog. Un millón de gracias
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