Hace unos años estuve en Israel. Sí, ya sé que hay más gente que ha ido, pero yo lo cuento por lo que me sucedió con un formidable, inigualable y maravilloso crecepelo.
Con la excusa de la "peregrinación" a Tierra Santa, nos metían diariamente en un autobús y nos enseñaban, como se enseñan las cosas a los turistas, especialmente a los turistas peregrinos, los monumentos y lugares relevantes del país de Yavhé, Alá, Mahoma y Jesús. Todo iba bien hasta que llegamos al mar Muerto, famoso mundialmente por su alta salinidad, hasta el más obeso flota sin necesidad de saber nadar, y las propiedades curativas de sus barros. Bueno, pues en ese trajín de “a la derecha el mar muerto, a la izquierda unos camellos”… nos metieron en “una preciosa tienda donde, señoras y señores, ustedes podrán adquirir todas las cremas de AHAVA que deseen”.
Las mujeres enloquecieron de repente. Parecía que les había tocado la lotería. Pero ¿qué era AHAVA? ¿qué tenía aquella maravillosa palabra para que las féminas entraran en éxtasis? Pues la misma palabra lo dice, o no. AHAVA es una marca de cremas de todo tipo y cuyas propiedades curativas y estéticas son milagrosas, creo: para los pies doloridos, para los pies cansados, para los pies hinchados, para el juanete torcido, para los callos de los pies, para la dermatitis nosequé, para el codo de tenista, para el cuidado del cutis, para las patas de gallo, para la suavidad de las manos, para el fortalecimiento de las uñas de las manos, para el fortalecimiento de las uñas de los pies, para la belleza del niño, de la niña, de la mamá y de la agüelita, para limpiar, exfoliar (siempre pensé que exfoliar era otra cosa) y refrescar la piel…
Así las cosas y dado que yo no tenía nada que hacer, soy casi perfecto y no me huelen los pies (por lo menos yo no me los huelo) ni tengo "patas de gallo", me entretuve, pasé el rato, aguanté el tirón, mirando los preciosos y maravillosos botes que esperaban ser adoptados en las estanterías del lugar mientras mi querida esposa daba cuenta de la tarjeta visa.
Pero un bote llamó mi atención: por su forma, por su colorido, por sus letras hebreas… Lo cogí, lo miré para averiguar el contenido y… de repente, un palestino, que hablaba un castellano casi perfecto para el tipo de castellano que se habla en Palestina, me espetó: “¡Mu bueno! ¡Mu bueno para el pelo! Tú das en cabeza y sale pelo. No se cae nunca. Sale más. ¡Compra, compra!”
No podía salir de mi asombro. Un tipo calvo como una bola de billar estaba intentando venderme un crecepelo, a mí, que entonces tenía muchísimo más que él. Ahora también. ¡Ya!, le dije socarronamente, si es tan bueno ¿por qué no te lo echas tú? A lo que me contestó sin complejo alguno y señalando su cabeza: No. Lo mío es un accidente. ¡Ya!, le volví a decir yo, y lo mío es de nacimiento ¡No te “jode”!
Sobra decir que le compré el bote. Soy así, no lo puedo evitar. Sí, lo compré. Me cayó bien el tipo. Hay que tener cara para vender crecepelos cuando no se tiene ni uno en la cabeza. Y ese hombre me vendió un maravilloso bote de crecepelo del Mar Muerto que yo guardé en la maleta como si hubiera adquirido un tesoro. Juro que nunca lo usé. En más de una ocasión tuve tentaciones, pero no lo usé. Sobretodo porque ese tipo de cosas hay que usarlas cuando uno está sólo en casa, para que los tuyos no se den cuenta de que estás un poquito... ¿"pallá"? Ya lo estaba viendo: Abro el bote, me desnudo, me extiendo el barro “lila” por la cabeza, lo dejo reposar durante diez minutos (eso me lo tradujo un amigo que sabía hebreo porque era israelí), me ducho y, de sopetón, empieza a salirme una melena como la de Bob Marley.
Pues no. Estoy seguro de que precisamente no hubiera pasado eso. Estoy seguro que mi vecina me hubiera denunciado, porque después de abrir el bote, desnudarme y extenderme el barro lila por la cabeza… habría sonado el timbre (en las películas siempre pasa) y yo, que soy muy educado, me habría puesto una toalla en la cintura y hubiera ido presto a abrir la puerta, sin caer en la cuenta de que una cabeza de ser humano no debe ser de color violeta (más que nada porque es raro). Allí me hubiera encontrado con mi vecina y una pequeña tacita de porcelana para que le diese un poco de sal. Aparte del susto que se habría llevado, se habría dado perfecta cuenta de que o su vecino era un extraterrestre o se había vuelto idiota. Digo yo.
4 comentarios:
Ji, ji, ji, que diría pulgoso.
Esto me recuerda al vendedor tipico de las películas del Oeste, que vendía ese elixir mágico que te limpiaba los dientes y al día siguiente aparecían de color negro.
Muy graciosa y simpática experiencia. Admiro a ese hombre, y me gusta cómo relatas la historia.
saludos!
PERO AL FINAL TE CRECIO EL PELO O NO???
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