Al volante...


Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
al luar y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra a la que llegar,
que sigo, ¿y que más puede haber en seguir sino no parar, proseguir?
Fernando Pessoa.


Has vuelto, amigo, del claro de luna y del sueño, de esa carretera desierta. Ya no vas casi despacio porque no hay Sintra en el horizonte del viaje a ninguna parte. Todo sucedió en un sueño, por otro mundo, por otra vida. El Chevrolet descansa a la luz de un farol, en las traseras de la Rúa de la Fraternidad. En tu silla, eternamente vacía, se espera lo que luego no vendrá. O sí, que nunca se sabe. La pena que te trajo hasta nuestra esquina cuando aún no habías partido se enjuaga en las calles de Lisboa, se disfraza en palabras de amor resquebrajado, se oculta en la noche esperando otra presa. Para siempre, por siempre, siempre…

Un viejo tranvía...


Lisboa es la ciudad de los tranvías. Viejos artefactos que circulan sobre raíles empotrados en el empedrado, guiados por cables de acero y provistos de incómodos asientos de madera barnizada mil veces y ventanas sin cerrar, artilugios que semejan juguetes antiguos de niño rico o juguetes de antiguo niño rico y que traquetean sin rubor por las estrechas calles tristes de la ciudad, cobijando bajo su techo a carteristas y personas de buena fe que mueven sin querer sus cuerpos al compás de los quiebros, al ritmo de un vaivén exasperado y esperado a la vez, debajo de balcones diminutos de hierro oxidado con ropa blanca vieja tendida al vacío y cuestas tan empinadas que uno tiene la sensación de que unas veces se dirigen directas al infinito y otras veces te transportan al infierno de cabeza. Y es el número 28, el amarillo, el que mejor describe esa esencia ferroviaria que se impregna por todos los rincones del casco histórico, el que recorre de Oeste a Este la irregular orografía de la Dama del Tajo. Y es ese Eléctrico 28 el que me lleva desde la parada más cercana a la Rúa Dos Douradores hasta el Castillo de San Jorge atravesando primero la melancólica Alfama, donde el triste Fado nació rasgado y vivió quebrado, y después el Barrio de Gracia, con sus imponentes miradores. Otras ciudades como Milán, Burdeos o Amsterdam guardan tranvías en sus estampas pero ninguna conserva ni el sabor a viejo ni el destino antiguo de los que recorren casi a tropezones la historia más íntima de la capital de Portugal.

Amália Rodrigues



La música de Alfredo Marceneiro acompaña un pincel que dibuja fielmente la extraña forma de vida que habita en esa ansiedad que te gobierna. En el cuadro que recoge para siempre el desgarro, el amor, los celos, el dolor y el pecado que uniformaron el fado en tu garganta, destaca la negra silueta de la Señora de la voz profunda, la imagen mítica de un grito en la viola. Amalia, pregúntale al viento qué pasó con tu país, tantas veces herido, mil veces llorado en las calles de Alfama. Cantora, pregúntale al sol por qué esconde la luz en tu plegaria. Porque Lisboa no existe sin esa voz. Porque en la soledad duelen más tus melodías. Porque tú, sin saberlo, fuiste esa ciudad.

Arrulla desde el terrado de los placeres a los súbditos de la Dama que no te conocieron, a los que no te oyeron, a los que nunca sabrán ya. Cántales un último fado desde el teatro de los sueños. Ellos, los nietos de Afonso Henriques, fueron siempre un pueblo agradecido y sabrán corresponder con aplausos hacia el cielo.

Pessoa



Con un viejo gabán como envoltorio, bajo la sombra de un sombrero que esconde la verdad y detrás de unas gafas que han visto demasiado, siempre hay un movimiento junto al hombre que amaba la quietud. Dame una palabra que describa lo que veo. Véndeme una expresión que explique lo que siento cuando piso aquellas calles. Flota en el agua la vieja ciudad mientras tú te hundes entre alcohol y poesía, entre soledad y mentiras. Te irás pronto, lo sé. Lisboa, minha amada, no olvides que los recuerdos descansan en el baúl de otro siglo, en un primer piso de Campo de Ourique.

El Tejo...


Bordeando la media luna arribas a Puerto Seguro. Fija atento la mirada José. El rey no se fía porque espera y desespera un viejo día de Todos los Santos que colapsará - otra vez, sí - la fatal causalidad de su amante más querida. Has llegado a tu destino. En la tierra que te arrulla no hay lamprea de semejante tamaño que pueda burlar los seculares ojos romanos de Alcántara como tú lo hiciste, ni ocultarse en el siniestro recorrido por el Monte Fragoso de los canchos y riscos donde vigila la rapaz de la carroña que nunca olvida que su alimento son los muertos. Y tú, lejos de desfallecer, recuperas el brío con la limpia ayuda de un desinteresado Zézere, ése que aportó savia nueva a tus intenciones. Ni siquiera aquella torre que llamaron de Belem pudo sacarte un mísero escudo por el viaje sin retorno y ahora, despacio, sigiloso, entras en la ciudad triunfante, a través de un ancho brazo que el hierro del presumido 25 de abril no es capaz de retorcer en su tramo final. Tendrás que escribir la obra más bella para tu amada, tendrás que sentir vaharadas de mar en las fosas nasales y vivir la eternidad en su regazo. Esa es tu condena. Esa es tu alegría. El mar de la Paja es un fin que no termina nunca, que se abre al Océano para ti sin invitaciones para navegar. Confórmate, oh Tejo, con ver bailar cada mañana a la Dama en el Estuario y a escuchar, cual Ulises, el canto rasgado de un fado en la lejanía. Acostúmbrate, oh Tejo, a sentir como espían sin piedad tus acompasados movimientos desde los siete miradores. Alégrate, oh Tejo, por la fortuna que tuviste al morir donde nacen las ilusiones, a los pies de la Señora a la que diste un nombre. Y una vida.

Ladra ( IV)


Después del adiós una señal en la noche nos empujará a derribar para siempre ese Estado Novo…
Los veinticinco de abril inventan mellas en la curtida piel que hoy se presenta avejentada ante el compañero de algaradas y fatigas. Un pañuelo enamorado cubre el blanco de su techo y la edad que la posee, sin despeinar el alma que entonces tuvo y que guarda en las traseras de sus recuerdos. Treinta y tantos son muchos años y el árbol que un día fue se vence a cada paso, se apaga en cada esquina. Esas calles fueron testigos de cantos pidiendo otra vida que luego pasó de largo por la puerta azul de una humilde morada del barrio obrero, de Gracia. Esas cuestas dieron fe de un pedir para sí, a gritos y en juramento, a la sombra de una encina sin edad, la voluntad de Grándola, Villa morena, tierra de fraternidad.
Niña de los ojos tristes”, por fin cantada sin escenarios, sin censuras de la PIDE, sin un Zeca que partió, busca miel en la rutina que le endulce un diario despertar. Señora del clavel rojo que marchitó en las siete colinas de los siete miradores, es temprano para amarse y tarde para cambiar.
En Radio Renascença siguen sonando aquel himno… En el atardecer sigue siendo abril.

Ladra ( III )


Se le han roto los sueños, porque no tuvo. Sobre una caja de plátanos de Brasil de un amarillo grande que no pueden ser vendidos por no saber yo comprarlos descansa el hombre que vio todo sin salir de aquel puerto, de aquel rincón de Ladra, de una vida con miseria y hambre engañada en queso y pan. La maleta de cartón que acompaña su diario, marinera, de ultramar, guarda con celo el aire. Nada es lo que queda. Nada es lo que hay. Su mirada, perdida en el infinito de una pared encalada del mercado que lo vio nacer, es incapaz de guardar un pensamiento. Demasiado tarde quizás. Demasiado duro, tal vez, para una edad en la que la palabra esperanza sólo puede conjugarse en el verbo perder.

Ladra ( II )


El ir y el venir rellenan los tiempos vagabundos, trapaceros, que colapsan una existencia en la memoria. Entre sus manos habitan artefactos vanos para repasar, utensilios inútiles o herramientas oxidadas. Cada mañana las mismas rutinas, parejas historias, gentes semejantes rebosan el hueco que hay entre el trabajo y una vida en puerto. Desconoce que la Dama, siempre elegante, eternamente coqueta, aprieta su silueta con el cinturón del jornalero del sur, del obrero de aquella parte del río, de las gentes de otro mundo, de los que nunca crearán. El Tajo soporta al hombre que atraviesa su lomo para vender en la otra orilla lo que cristianamente robó, lo que legalmente hurtó, lo que le da de comer. El ferry de Cacilhas lo abandona cerca de la Plaza del Comercio sin recordarle que para vivir hay que sufrir, y que para sufrir no hace falta avanzar.

De acá para allá, arriba y abajo, y vuelta a empezar.

Ladra ( I )


Soy un viajero que busca cachivaches, chismes, cacharros o trastos entre el gentío para adornar lo superficial de una estancia lejana... Soy un turista que husmea entre la quincalla, fruslerías o baratijas esparcidas sin piedad por el solado de cantería y así atusar mañana un rincón de cualquier otra parte… Soy un paseante que observa despacio las chucherías, cuchufletas, bagatelas o tonterías que rellenan los huecos del solar de las antigüedades. Soy un aventurero que después de haber visto por entero lo que se puede ver se sorprende con birrias, menudencias, nimiedades, minucias o cualquiera de las naderías que pueblan las calles de la Vieja Dama. Todo se vende en el mercado de la vida, menos el alma. Todo se negocia en el lugar donde habita el recuerdo tranquilo, menos el sentimiento. Todo se trapichea en Ladra, menos lo que ha de permanecer anclado en la vieja ciudad para siempre: Su nombre es saudade y vive en Lisboa.

Celeste


Un diamante de Angola entre sus dedos da brillo a la tarde limpia y azul de la coqueta Plaza de Rossio. Las palomas que habitan entre las dos fontanas elevan sin querer su grávido estar transportando una memoria a la desértica y esclava Cabo Verde, a un pelado terruño africano que guarda con celo en un rincón del corazón. Para ella el Zambeze desembarca en un puerto del Tejo porque Mozambique desapareció de su horizonte personal un abril, con los claveles rojos de la paz. El paisaje de una exótica Macao y el esfuerzo por recordar el trazado de la caligrafía china ocupan su tiempo en el descanso del parque.

Aunque el coronel partió hace años, el devenir de una historia en aquellas tierras que un día fueron Portugal son un bálsamo para cuando llega la edad en la que no hay qué pensar, cuando los achaques vencen por mayoría al cuerpo que la sujeta, cuando sólo queda en él la viuda de un Cónsul que nadie recuerda.

Celeste, impávida, silente, afable si es preciso, educada hasta el final, contempla engalanada en la tarde la luz de Lisboa mientras vigila cómo pasa urgente la vida en los demás.

 
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