Lisboa es la ciudad de los tranvías. Viejos artefactos que circulan sobre raíles empotrados en el empedrado, guiados por cables de acero y provistos de incómodos asientos de madera barnizada mil veces y ventanas sin cerrar, artilugios que semejan juguetes antiguos de niño rico o juguetes de antiguo niño rico y que traquetean sin rubor por las estrechas calles tristes de la ciudad, cobijando bajo su techo a carteristas y personas de buena fe que mueven sin querer sus cuerpos al compás de los quiebros, al ritmo de un vaivén exasperado y esperado a la vez, debajo de balcones diminutos de hierro oxidado con ropa blanca vieja tendida al vacío y cuestas tan empinadas que uno tiene la sensación de que unas veces se dirigen directas al infinito y otras veces te transportan al infierno de cabeza. Y es el número 28, el amarillo, el que mejor describe esa esencia ferroviaria que se impregna por todos los rincones del casco histórico, el que recorre de Oeste a Este la irregular orografía de la Dama del Tajo. Y es ese Eléctrico 28 el que me lleva desde la parada más cercana a la Rúa Dos Douradores hasta el Castillo de San Jorge atravesando primero la melancólica Alfama, donde el triste Fado nació rasgado y vivió quebrado, y después el Barrio de Gracia, con sus imponentes miradores. Otras ciudades como Milán, Burdeos o Amsterdam guardan tranvías en sus estampas pero ninguna conserva ni el sabor a viejo ni el destino antiguo de los que recorren casi a tropezones la historia más íntima de la capital de Portugal.
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