Últimamente miro mucho para atrás, demasiado quizás, y no sé si es bueno. Suelo llegar hasta la infancia, que es el límite lógico al que llega mi conocimiento. A veces llego a deformar los recuerdos - que para eso son míos - a mi conveniencia y antojo, pero eso no viene a cuento ahora. Lo que hoy escribo tiene que ver con el mes que ahora empieza y con las herencias. Estamos en septiembre y empieza de nuevo el curso escolar con sus regularizaciones de horarios de vigilia y sueño infantiles, plastificado de libros inmaculados, ilusión por ver a los compañeros y compañeras de clase, comprobación de las tallas de los uniformes heredados… ¿Heredados? Esa palabra provoca un cataclismo en mi mente para transportarme directamente a ese lugar de mi vida que creía olvidado.
Éramos seis hermanos – creo que todavía seguimos siendo, por lo menos esta mañana a primera hora - y yo tuve la “suerte” de ser el quinto en el escalafón (no hay quinto malo, que decía el refrán). Y eso representó para mí un problema, no tanto por el puesto que ocupaba sino porque me precedían tres "hermosas muchachitas". Del sexo femenino, sí, y eso me acomplejó durante algún tiempo… Desde aquí quiero dar recuerdos a una de ellas que me estará leyendo. Ella sabe de lo que hablo.
Pues bien, cuando llegaba la hora del nuevo curso, mi madre, que era muy “apañada” –como todas las madres, supongo -, compraba telas de colores en los “Retales” y junto a una modista, que también era casi de la familia, confeccionaban durante varios días la ropa que íbamos a ponernos todos los hermanos durante el año escolar. No hablo de derroches ni despilfarros sino de todo lo contrario: nos hacían a cada uno dos camisas y dos pantalones y ya estábamos equipados… A los mayores, casi siempre, como premio al crecimiento de sus pies, les compraban además unos maravillosos e irrompibles (para mi desgracia, que nunca estrené unos) zapatos “gorila”. A los pequeños nos daban la pelota verde de goma que regalaban con su compra. Y todos tan contentos.
Pero mi problema venía después, en el tiempo de las reformas y remiendos, que es el tiempo que empieza justo cuando terminaban de “fabricar” el último pantalón. Comoquiera que los niños crecen (eso es una cosa normal en la infancia), las ropas de las anteriores temporadas se iban quedando pequeñas y se iban adaptando a los que venían detrás, que en este caso era yo. Y ahí estaba el problema: me precedían tres hermanas, del sexo femenino, sí, como ya he dicho. Y en aquel tiempo las féminas usaban faldas – de tablillas creo que las llamaban -. Y esas faldas tenían que reconvertirse en pantalones para mí. Les cosían la parte de abajo, para sujetar los calzoncillos, creo, y “mira qué pantalones más bonitos te hemos hecho, mi niño”. Y yo, su niño, odiaba aquello porque nunca dejé de pensar que llevaba puesta una falda cosida por abajo, por más que se empeñara mi madre en convencerme de lo contrario. Además, después de tantos lavados, los cuadros de las coloridas camisas de mis hermanas eran prácticamente inapreciables cuando llegaban a mi cuerpo.
Con la camisa desteñida y una falda-pantalón llegué a comprender muy rápido al payaso de “mi color”. Sí, ese anuncio de la tele donde introducen a dos payasos en la lavadora, a uno con el inigualable “mi color”, que mantiene los colores en su sitio, y a otro con un detergente cualquiera. Y a veces me sentí como el descolorido payaso. Y comprendo su tristeza.
2 comentarios:
Que traumazo brode, si te sirve la terapia de grupo a mi, mi madre, me hizo ir con pantalones cortos hasta bien entrada mi etapa de secundaria. Ella, efectivamente muy apañada, dice que era por que iba muy bonito, yo creo que era para ahorrarse en rodilleras, ya que, no habiendo pantalón, en la rodilla queda el farrondón.
El caso es que esa suerte de bombacho hacía las mieles de las coñitas de mis enpantalonados compañeros, cosa que me granjeó alguna que otra reyerta, y con reyerta me refiero a darme de hostias en el patio, y desemboco en una precoz primera revolución hogareña.
Y luego dicen que nací así, la culpa es de los bombachos, uno empieza por donde empieza y no sabe por donde termina.
Por cierto, que míticos los gorila y su pelota verde, si me apuras comprados en Peña.
Tu madre, Franpan, era y sigue siendo una SANTA. Conseguir que un ejemplar como tú siguiera adelante en la vida tiene un mérito supremo. Acuérdate lo que le dijeron cuando naciste: "Ha tenido usted un susto".
Lo sabes.
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